La paciencia

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Estaréis de acuerdo conmigo de que también la paciencia nos hace mucha falta hoy, y la verdad es que como vamos al aire de lo que se nos muestra en el medio en que vivimos, dominante en nuestros hogares, pues, es muy difícil conseguir los modales familiares apuestos, que tanta gracia daban antes, y darían ahora a nuestras familias, y hasta incluso motivos de risa, que nos desatarían esos nudos fuertes que, a ratos, inhiben la realidad familiar de nuestro mundo actual.

La paciencia, claro está, es una virtud, como todas, importante, y muy práctica, porque no es el caso de que en cada momento estemos poniendo el punto del valor supremo entre las virtudes, sino que vale la pena que, más bien, vayamos actuando en nuestras vidas, y precisamente a través de la experiencia que cada día nos entrega, por así decirlo, nos quedemos, en cada circunstancia, con aquello que más vamos a necesitar para tener una constancia familiar y abierta de que, siempre, estamos en algo constructivo y liberador.

Esta virtud que hoy día tanto necesitamos, por el destrozo que su antivalor está causando en nosotros, nos hace elocuentemente apropiados para, en cada caso, saber comportarnos como nuestra conciencia pide, y la visión de un hogar, en progreso, verdaderamente unificador y comunitario exige. Se trata de ser cuerdos, templados y conscientes de la realidad que vivimos con los demás, como imágenes y semejanza de Dios que somos cada uno, y que, en cada ocasión, pedimos un comportamiento adecuado al momento personal que cada uno necesita, también, en casa. Esta cordura exige desde ya, y por supuesto, un esfuerzo atento a estos valores internos desde los que rescatamos nuestro ser, a la búsqueda de esa nuestra proporción armónica, que termina en su quehacer personal. Por otra parte, no hacemos nada extraordinario al pedir que nuestra conciencia esté funcionando todo el día, como compete al único ser que en la naturaleza tiene la capacidad de pensar. Y esta capacidad no es una demostración cualitativa de cualquier modalidad externa al hombre, como su fuerza, poder económico, etc... sino que es una demostración poderosa interna y efectiva capaz de hacerme, incluso, paciente, afirmación de mí mismo, y demostración auténtica de quien, de verdad, puede ser hombre en toda la línea, o quien lo es solo a medias, o nunca llegará a tocarlo con sus manos. Porque no me digáis que la impaciencia no nos hace monstruos en muchas de las ocasiones en que deberíamos manifestar precisamente nuestro dominio y natural humano de verdad, en nuestros hogares, lugar, por cierto, para el encuentro, el buen entendimiento, la amabilidad y la paciencia.

No nos costaría demasiado al llegar a nuestras casas, hacer un acto de reflexión para darnos cuenta de que entramos en otro lugar diferente de la fábrica, o el trabajo, o el divertimiento externo, y que pide nuestra mejor estatura moral para hacernos cargo de la situación nueva en que queremos encontrarnos, porque amamos ese lugar, ayudándola a tener un sentido completo y nuevo cada día, y en todo caso a dar la sintonía necesaria al hogar. Y al entrar en la casa, ser el esplendor paciente del padre que se asoma al balcón de sus hijos amados y deseados, o de la madre, inquieta hasta poder tocar la carne tierna de sus hijos con personal encanto, con el gesto de sus ojos angustiados hasta el abrazo con ellos, haciéndose un ser de emoción y cariño contenidos rebosando, porque entran como reyes a su hogar, a sentarse en su trono de amor y de abrazos que debe hacernos comulgar con los mejores sentimientos de aquel momento extraordinario de decir a esa mujer que la amaba hasta el fin de sus días, y repetírselo ahora, con más ilusión, si cabe, que nunca, porque todo es posible, si se quiere y se busca. Además, como hombres, lo peor que podemos hacer es convertir nuestro fracaso en cosa definitiva, pues no me cabe la menor duda de que deberíamos haber aprendido de nuestra experiencia, cómo todo principio tiene sus fisuras, y todo error, sus enseñanzas.

Y es que aquí, atamos, de verdad, nuestra vida a un contexto real de felicidad, que no quiero decir que sea nuevo, porque es eterno en el hombre, digámoslo con un poco de ironía, que es de fábrica, pero que se nos va revelando a medida que, porque tenemos real interés y empeño en las cosas esenciales del hogar, el amor, la ternura, la escucha, la compasión mutua, la fidelidad, la paciencia, vamos haciendo de esta manera de vivir un hábito existencial que tiene la ventaja de hacer, también, felices a nuestra señora, y a nuestros hijos.

Y lo mejor de todo esto es, que a la hora de la verdad lo que hacemos es prestar un beneficio a nuestra nueva cultura, la que vamos creando y que nos hace falta, a este nuevo modo de ser que nos garantiza una paz y seguridad que probablemente no hemos vivido nunca antes como nueva sensibilidad, ya que la que vivimos hasta ahora, es disolvente e irresponsable y la estamos creando, la mayoría de nosotros inconscientemente, pues, de verdad, lo que el medio cultural recibe son nuestras ideas y acciones, como de nosotros salían, acciones bestiales e irresponsablemente lanzadas y que no importa que intenciones llevaban, pues los hechos torpes de cada uno, con su impacto sobre el medio, al final se imponen, presentando y haciendo posible esto que tanto nos duele, esta cultura disolvente de hoy; pero digo que hacemos un beneficio a esta cultura nueva que está en nuestras manos, contra lo que nos enfría y hasta vacía, porque claro, los que desde nuestra experiencia sabemos los efectos desastrosos de esta impaciencia, y hemos luchado con conciencia contra ella, sabemos que estos hábitos nos han costado lo suyo formarlos, y a la hora de la verdad cuando actúan son disolventes de esta cultura disoluta y nos ayudan a crear la que nosotros necesitamos, si queremos ser hombres responsables.

La paciencia más que todo nos va a ir poniendo, también, en contacto con nuestros recursos personales, con nuestras cualidades que evidentemente tenemos, y que otros, tal vez, nos han tenido que recordar como nuestras, porque las teníamos olvidadas a fuerza de no practicarlas, tal vez por vergüenza. La paciencia, es como un encuentro con nosotros mismos. Como veis, es nuestro positivo ser humano el que se destroza cuando nos dejamos llevar por los vicios, o simplemente por la frialdad que la cultura galantemente, por supuesto, nos ofrece. Y es muy claro, el disponernos a trabajar con esta nueva actitud, o el que conscientemente podamos dar en cada caso la respuesta más adecuada, a la exigencia del momento, nos predispone a pensar ese mundo tan nuestro, personal y creativo, que en otros tiempos ha funcionado, con nuestras cualidades al máximo, y seguro de saberlas usar con garantías de éxito, prudencia y admiración, hasta haciendo reír a la audiencia que gozaba, a todo dar, estas situaciones, y que por ende, nos dio magníficos resultados;... pero que después, a causa de nuestra irreflexión e inconsciente de lo que perdíamos, nunca más tuvimos la oportunidad de demostrarlo, por que huíamos de nosotros mismos y de la fuerza de lo que constituye el hogar, hasta hacernos pensar y creer que ni era ese mi ser, el yo mismo que los demás me daban, y me creí, bien a mi pesar, y aguantando hasta la costumbre, el modo de ser impuesto por esta sociedad claudicante y mentirosa, que me llenaba de temor e insatisfacciones, aparte la frialdad que me penetraba hasta los poros, y con la que de hecho yo me presentaba en casa, como un extraño y obligado, y que, con frecuencia, me llevaba a salirme de mis casillas y destruirlo todo con mi impaciencia, desde los vasos hasta los platos o muebles, --que todo puede haber sido verdad,-- al menor recuerdo de lo que éramos antes, en un afán sincero de volver a encontrarnos con nosotros mismos en el hogar.

Isaías, por cierto, en su cap 53,7 nos recuerda la actitud paciente de Jesús en sus momentos más difíciles, como hombre Dios, cuando nos dice: “fue maltratado y se humilló y no dijo nada, fue llevado cual cordero al matadero como una oveja que permanece muda cuando la esquilan” Y esto nos hace pensar, que efectivamente nada de lo que a El le pasó fue en vano, en principio, porque sabemos que era bien consciente de todo lo que hacía, pues eso implicaba la salvación del género humano, y su actitud de perfecta obediencia a su Padre, era un modo de vida propia, pero verdadera al mismo tiempo que exquisitamente humana, y que más tarde sería ejemplar para los que teníamos que ser salvados por Él. De esto, a nuestras soberbias increíbles, caracterizaciones de lo satánico, en nosotros, me atrevo a decir, va todo un mundo imposible de reconocer, cuando por lo que sea nos hemos dado a correr las impertinencias de lo que nos rodea, que al mismo tiempo nos desarticula, sacándonos lo humano desde dentro. No es precisamente la paciencia lo que se nos enseña en la vida de hoy siguiendo los caminos del poder y del dinero, que de hecho nos apartan de lo más querido, nuestros hijos que no vemos, y de nuestra esposa, que tampoco amamos.

La paciencia también nos abre una camino real a la tolerancia. ¿Nos hemos percatado de lo intolerantes que somos? Hasta cometemos el error de no olvidar nuestro pasado, en un afán loco, de torturarnos sin clemencia, a lo que evidentemente nos invita también el mundo de hoy, porque te apoda de tonto si te dejas dominar,... y poco a poco, nos vamos dando cuenta de que aquel hombre abierto, que escuchaba con elegancia y parecía el encuentro con Dña Virtud, desaparece entre los escombros de nuestra personalidad aburrida y ciega, intolerante que se hace un nudo con sus problemas al sentirse opacado, por el inmenso descontento a su alrededor, sin percibir al paso de los días que su intolerancia no es otra cosa que una impaciencia no tratada, que se adueña de todo, y desfonda los contenidos de cualquier espíritu en comunión con los demás.

Si al menos, con la vida aprendiéramos a reírnos de nosotros mismos, estaríamos poniendo la base a un arte que vale la pena atender. Reírnos de nosotros mismos es un recurso psicológico interesante, que puede llevarnos muy lejos a la hora de entendernos seriamente. Es el acto de reflexionar sobre mi en el momento en que porque estoy haciendo lo que no debo, por supuesto dentro de mi ambiente familiar o social allegado, al observar justamente la incoherencia de lo que estoy pensando o diciendo, sabiendo que voy a chocar o desequilibrar la reunión, soy capaz de echarme a reír de lo que estoy pensando o viviendo, es decir me río de mi mismo, en una abierta crítica al momento que estoy fraguando, por el que lograda así una catarsis purificadora de la situación de impás, permito que los demás sigan su fiesta y en todo caso yo, curado de espantos, me siento más libre que nunca. Esta situación cómica favorece también el poder sentarme a estudiar con detención pormenorizada los planes de cada día, para no encontrarme con sorpresas que ciertamente delimitan mi libertad, y, sobre todo, para no constatar mi indolencia en la no preparación de cada responsabilidad, o cubrir con dignidad los momentos más delicados que pueden llevarme otra vez a la impaciencia.

La paciencia así, como podéis ver es profundamente formadora del hombre, pues Pablo en la famosa carta a los Romanos cap. 5, 3-5 nos dice “nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia, de la paciencia el mérito, y el mérito es motivo de esperanza, la cual no espera en vano, pues el amor de Dios ya fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos dio”. Fijaros el quehacer tan interesante de esta virtud que hoy tenemos prácticamente aparcada de la circulación. Si en cada prueba fuéramos capaces de contener nuestro yo, para ponerlo en calma, y logrado, esta primera vez, advertidos de la importancia que en nuestra vida personal en este caso tuvo, nos enseñaría de verdad que la prueba es la puerta de la paciencia, y el camino para sorprendernos que vamos avanzando, en cada momento, al abrazo con los demás.