La muerte del cristiano

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.   

      

Definitivamente que la muerte es un tema que todos los humanos de alguna manera deberíamos haber resuelto, pues a todos nos toca. De que no podemos eludirla parece ser que todos estamos convencidos, pero el misterio del futuro o de la eternidad nos confunde y en la teoría moderna se tiende a rechazarlo, como una manera de no ser intervenido o manipulado, ni siquiera, por Dios. El individualismo postmodernista por ello, tiene miedo por ejemplo a una fe comprometida, y sin embargo está abierto a una esperanza que, para mi, no tiene sentido, porque, ¿dónde se asienta la esperanza que no tiene fe donde apoyarse?.

Por otra parte qué tierno resulta en el panorama humano, ver en el contexto histórico de las culturas más antiguas, cómo todas ellas coinciden de alguna manera en esa profunda creencia de que un Padre amable les guarda las espaldas y en su veneración a sus difuntos, que recuerdan como parte de su armónica vivencia en este mundo, les lleva, además, a la coherencia de una esperanza humana fuerte en un más allá que no admite dudas, de que en el futuro tendrán la oportunidad de verse. Todo ello confirma, a no dudarlo, la seguridad que la humanidad ha tenido de que detrás de la muerte había, y hay una oportunidad nueva que el hombre asumía desde la perspectiva generosa de un Dios, que como Don, estaba con ellos.

Nosotros, los Cristianos, con nuestro líder resucitado, vale la pena recordar que nadie tiene un lider como nosotros, pues nadie ha resucitado como El, no hemos tenido nunca la más mínima duda de que esta era precisamente nuestra grandeza humana, la que daba el sentido a nuestro caminar diario, a pesar de las dificultades, y quizá por ellas, pero haciendo armónica y fuerte la experiencia existencial de cada uno, en la seguridad de que el “que come mi carne y bebe mi sangre tiene ya la vida eterna”. No tenemos más que ver los primeros siglos de nuestra fe, cómo a pesar de las muchas dificultades que nuestros hermanos cristianos asumían en un contexto social extraño, se les veía gozosos sin temor alguno al medio, porque se alimentaban de la palabra de Dios y la fracción del pan, a pesar de sentirse no romanos porque la ley no se lo permitía. No eran protegidos por la ley, pero desde que S. Pablo les dijo que por la ley no se salvaban, sino por el amor que Cristo les había tenido, no dudan en vivir de su esperanza, pero eso sí, adheridos profundamente al misterio de fe que habían aceptado en Cristo Jesús, su Salvador. Sabían muy bien como el mismo Pablo les había advertido, que si solo para esta vida esperamos en Cristo somos los más infelices de todos los hombres. Y en la vida difícil que generalmente nos toca vivir a todos, tengo que aceptar que aquellos primeros cristianos asumieron con valentía la resurrección de Cristo y que ella alumbraba, por así decirlo, cada paso que en aquella sociedad daban, en la seguridad de que Cristo siempre estaba con ellos. Y si no mirad lo que decia el autor Plinio el Joven, pagano: queréis saber quien es un Cristiano, mirad como se aman. Cómo la presencia de su Dios les da el camino seguro a su realización humana en cualquier circunstancia y tipo de relación que les enfrente, y es que el amor troncal de su vida en Dios les inhibe de todo miedo incluso el de la muerte, como claramente demostraron con la entrega de sus vidas, en una conciencia clara de que nuestro Dios resucitado, es el Dios de la vida. Y esto es lo mismo que vais a observar ahora en Pablo y en Teresa de Avila, grandes cristianos de la historia, que cifran su vida en el abrazo personal de Dios con ellos.

Pablo, por otra parte, cómo se encargaba de fortalecer la vida de aquellos que habían recibido su fe, por su ministerio, asegurándoles que Cristo “había resucitado al tercer día, según la escrituras, y que se había aparecido a Pedro y luego a los doce. Y finalmente a él como a un aborto. (Corintios 1, 15-5-8).

Por tanto no tenían la menor duda de que estaban con un Dios que les había prometido su resurrección y lo cumplia, como había cumplido con la suya, momento a momento en sus vidas, garantizándoles su propia seguridad personal y su encanto con los demás. Y esto es lo que ha alimentado a toda la Iglesia a través de los siglos. Lo que ha dado fortaleza a todos los santos, a una Teresa de Jesús que cantaba “vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Y para que veáis cómo ama al Señor dice: “Sácame de esta muerte, mi Dios, y dame la vida, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte; mira que muero por verte, y vivir sin ti no puedo, que muero porque no muero”. Y hace un juego a las palabras de Pablo que viene a decir lo mismo cuando afirma “que Cristo es mi vida y de la misma muerte saco provecho. Pero si la vida me permite aún un trabajo provechoso ya no sé que escoger. Estoy apretado por los dos lados. Por una parte siento gran deseo de partir y estar con Cristo, lo que sería sin duda mucho mejor. Pero a Udes. les es más provechoso que yo permanezca en esta vida. Esto me convence: seguramente quedaré y permaneceré con todos Udes. Para que puedan progresar y alegrarse en su fe. Yo se que mi vuelta y mi presencia entre Udes. les será un nuevo motivo de Satisfacción en Cristo Jesús” (Filip. 1, 21-25).

Esto es lo que les dice a los filipenses, y en verdad porque está con Cristo le da lo mismo estar aquí, que en el Cielo, y no es otra la razón que el saber que aquí o allí siempre esta con Él. Como Teresa de Jesús que sabe que está aquí, pero mejor estaria allí, y sufre, porque no está allí.

Y esto es lo que los Cristianos deben vivir para no temer a la muerte. Fiarse del Señor como Pablo mismo nos lo dice “sé muy bien de quien me he fiado” Porque no es esa la actitud de la sociedad de hoy, que vive en panico ante la muerte y sus consecuencias, debido sin duda a que han dado una sobre importancia a lo que no la tiene, por ejemplo el dinero que temen dejar, y ese apego a las cosas materiales que les parece ser el corazón nuevo del hombre, pero que de hecho, les ha apartado de su fe y les ha ido despegando de sí mismos hasta no saber qué hacer con su ser, porque el nuestro, no lo dudéis, es para la eternidad con El. Es fácil darse cuenta que la unidad humana personal solo se logra en una constante observación de ese mundo de valores a los que pertenecemos como criaturas superiores del Cosmos. La vida que ahora llevamos, sin embargo no deja de ser una flagrante mentira, si nos atenemos a lo que nuestra propia interioridad exige y pide. Por ello, es necesario que los que nos sentimos cristianos nos aseguremos de lo que el Señor nos dice: “yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. Y nos lo dice para que no tengamos miedo en y a las múltiples situaciones que en este mundo podamos vivir o sufrir. La “presencia” como nos dice el gran Cristiano Marcel, es consecuencia de un amor cultivado y hecho personal que, a fuerza de atención y entusiamo por las maravillas que observas puede lograr en nuestras vidas, te va dando a la tuya el aliento hasta la perfección necesaria a la alegría y el encanto de vivir, o de morir.

Y esto debe tonificar al cristiano de hoy, para hacerle sentir que con Él la vida tiene un sentido nuevo, porque El es nuestra vida, la vida real de la eternidad, y todo lo que haces te parece nuevo para la alegria del darse a los hermanos, de darles la mano, de asegurarles tu presencia allí donde te necesiten. Y esta seguridad que gozas se apoya en esa otra seguridad que El te da, saber que El está ahí, para hacer de nuestra vida una permanente demostración de eficiencia y sobriedad, porque nos ama, y nos invita en todo momento a amarle, pero con esa suavidad del que armoniza el mundo y el cosmos y hace de ellos proveedores de nuestras exigentes y múltiples circunstancias vitales que nos reclaman.

Visitar a nuestros difuntos, pues, tiene sentido en esta idea que os he expuesto aquí. Que como cristianos vivimos para El su vida, y así, sufriendo y alegres, somos conscientes de que nuestra vida es con El, y El, contento con esta realidad nuestra, nos dará la seguridad de la vida eterna, también con Él y para El.

Aquí, la muerte tiene ya unos contenidos muy propios y cercanos que no invitan al terror de lo que vendrá, por que lo que está ahí es justamente bien conocido, lo prometido en la fe viva y acogedora, ahora logrado, en la entregada muerte al Padre, como Jesús, que despierta en los brazos de su propia resurrección, entrañable y asegurada, sonriente y entera, para siempre.