La maduración con el otro

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Los temas que os voy exponiendo, la verdad es que son el resultado de pensar un poco en la realidad que vivimos, y que, diciéndooslo con franqueza, no me gusta demasiado. Pero, por otra parte, es evidente que necesitamos revolver estos temas, para saber, en todo caso, a qué atenernos sobre la importancia que en la formación del hombre, y consiguientemente de la familia, tiene la maduración personal humana.

Ciertamente tenemos todos el mandamiento del amor, que supone la aceptación y comprensión del otro, y en todo caso vivir una disposición personal bien abierta a los demás, desde la cual de alguna manera, no solo convivimos, sino que damos sentido a la vida que hacemos con los que nos rodean. Esto podría llamarse una maduración cierta con la familia y en la familia. Hasta aquí todo va bien.

Pero la verdad es que, ahora, pocas veces pensamos en el objetivo humano de madurar o crecer personalmente, y sobre todo nos hacemos a la idea de la importancia que el otro tiene en la marcha de nuestra vida o la funcionalidad de nuestro ser como hombres responsables. Casi siempre nos movemos en cierta inconsciencia de la realidad que vivimos y hasta pasamos la vida sin experimentar la grandeza del otro, camino necesario a la madurez, por nuestra ceguera personal o la poca capacidad de observación a lo que a nuestro alrededor ocurre, por negarnos reiteradamente a esa urgencia de entrar en nosotros mismos, conociéndonos en nuestra propia realidad, para crecer, por ende, de una manera casi ciega al normal desarrollo de la caracterización humana y personal, fomentando nuestra confusión y egoísmo, pensando solo en nosotros como si el mundo fuera solo nuestro, o estuviera constituido por nuestro ser personal exclusivamente, y los demás seres, sobre todo los que nos rodean y queremos, estuvieran ahí, en especial, para contemplarnos o dar gusto a nuestras particulares apetencias.

Por supuesto, que esta manera de pensar es sencillamente falsa, y es, de hecho, una confrontación, bien directa, por cierto, contra nuestra forma de ser humanos. Martín Buber un pensador extraordinario que nos ha ayudado a encontrar la realidad del tú nos dice en su obra Yo y Tu que “la actualidad, no la actualidad puntual que solo designa eventualmente en el pensamiento el término del tiempo “transcurrido”, la apariencia de la detención del transcurrir, sino la actualidad real y cumplida, solamente se da cuando hay presencia, encuentro relación. Solo por que el Tu se torna presente surge la actualidad” (Obra citada 2ª edición Traducción de Carlos Díaz Colección Esprit, pg. 14).

La actualidad, es decir cada diferente situación, de hecho solo existe cuando se habla de hombres conscientes, presentes a sí mismos y a lo que les rodea, que se sienten a gusto frente al otro hombre, abierto a ese mundo de lo ignoto y renovador que siempre significa la presencia del otro, que es nuestro tu, inmediato. Y vaya, por cierto, si una madre encinta se da cuenta de lo que lleva ella dentro de sí, y consigo. Y solo en la medida en que esa presencia se haga cada vez más fuerte, esa presencia de su hijo, podemos decir que está viviendo también la realidad de su maternidad. Su maduración como madre consiste, pues, en ser consciente del crecimiento de ese ser en su seno, de la presencia de ese su hijo, propiciando las posibilidades que ese hombrecillo concreto, su hijo, tiene. Es un hecho bien claro, cómo los doctores, también, advierten a la madre las condiciones que ese hijo necesita para ser humano de verdad,... paz, cariño y entrega, palabras tiernas, y que el niño ávidamente escucha, que hagan del medio en que vive, el vientre de su madre, de momento, un rincón adorable y apacible de su ser de hombre, y promesas de futuro.

Nosotros todos, somos conscientes, cómo no, de que los momentos grandes de nuestras vidas, tienen que ver con esa conciencia clara de presencia de los que están con nosotros. Y psicológica y existencialmente advertimos cómo el pensar en nosotros mismos reiteradamente nos va creando un mundo propio y hasta ajeno a nosotros mismos y al otro, que nos separa, de hecho, de los otros que decimos que amamos. Cierto que en lugar de madurar estamos volviendo para atrás, y bien claro lo podemos observar, si pensamos en los momentos vividos, que, en nuestro noviazgo, si fue serio y responsable, pudimos experimentar con claridad diáfana, y en los que todo era una conciencia clara de las posibilidades que esa presencia del amor nos daba. Esa era una realidad fundante del ser que comenzaba a vivir y estrenando regocijado, por cierto, su libertad. Y es que en la “medida en que el ser humano se deja satisfacer con las cosas que experimenta y utiliza vive en el pasado y su instante es sin presencia. No tiene otra cosa que objetos; pero los objetos consisten en haber sido. La actualidad no es lo fugitivo y pasajero, sino lo actualizante y perdurante. Los seres verdaderos son vividos en la actualidad, los objetos en el pasado. (Ibiden. pg. 14)

Qué pocos momentos vivimos y hacemos nuestros, entonces, si nos atenemos a esta filosofía, tan aceptada hoy en el pensamiento personalista. Y así, hoy nos es muy claro cómo en la mayoría de los matrimonios fracasados vivimos confrontando nuestras realidades personales desde un mundo, en el que los dos nos convertimos en objeto, el uno del otro. La relación es el resultado de la búsqueda de una satisfacción egoísta en la que el otro no tiene otra función que la de ser objeto de nuestra satisfacción placentera, en una dimensión contraria a las exigencias del don y vivencia del amor.

Aquí la maduración humana se nos va haciendo imposible, y hoy vivimos en una situación del todo ajena a esta idea, de forma que pasamos la vida sin interiorizar esta realidad, como si, de hecho, ello no fuera con nosotros, o tuviera poco que ver con nuestra felicidad humana. Por supuesto que resentimos esa felicidad, que no acabamos de vivir nunca, y que tanto nos hace falta, aunque con desesperanza, vemos también, como que se va alejando, y rotas nuestras ilusiones, nos hace sentir seres para la huida, y el desenfreno desencantado...

Queremos tener a los demás, no ser con ellos y en ellos, o de ellos, “olvidando que no podemos expresarnos en términos de tener sino allí donde nos movemos en presencia de un orden en el que, de cualquier modo y en cualquier grado de transposición que sea, la oposición entre el interior y el exterior conserva su sentido. (Gabriel Marcel, Ser y Tener Colección Esprit, pg. 156).

La maduración, por ende, empieza allí donde soy consciente de lo que vivo y hago, de para qué vivo, y qué estoy actualmente haciendo, donde la unidad de mi ser interior refleja la paz de mi ser total, Por ello, es tan importante vivir los momentos difíciles que nos acontecen en la vida diaria, y los otros momentos, cualesquiera que ellos sean, teniendo en cuenta que son circunstancias de verdadera oportunidad para nosotros, y que debemos intentar llenarlas con nuestra presencia relacional, esté quien esté con nosotros, pero eso sí, reconociendo la dignidad de la persona que nos acompaña y agradeciendo su presencia con nuestro esfuerzo por hacerla feliz.

De este modo iremos dando, poco a poco en la diana de nuestra realidad personal, y hasta me atrevo a creer que será el principio de nuestra maduración humana, bien seguros, por cierto, de que deberá ser un ejercicio continuado hasta que los buenos hábitos, me aseguren que domino mi tiempo y hago el presente, en cada momento, mi actitud de atención servicial a los demás, como quienes son realmente: los propiciadores de mi maduración humana. El encuentro con ellos entonces será un verdadero encuentro conmigo mismo, con la satisfacción de las cosas bien hechas, con el contento del ser real humano abierto a los demás, a esos parámetros de amor y verdad, que definen la urdimbre de nuestra personalidad humana.

Así, la maduración tiene que ver con la vida de amor, esencial al hecho de la presencia y los encuentros humanos. El amor, dice Gabriel Marcel, en cuanto que es distinto del deseo, opuesto al deseo, subordinación de sí a una realidad superior- esta realidad que en el fondo de mí mismo es yo mismo más que yo-, en cuanto que es ruptura de la tensión que enlaza el mismo al otro, es, a mi modo de ver, lo que podríamos llamar el dato ontológico esencial; y creo, digámoslo de paso, que la ontología no saldrá de los carriles escolásticos sino a condición de tomar plenamente conciencia de esta propiedad absoluta”. (Ser y Tener pg. 163)

Es evidente que este texto nos pone en una realidad tan diferente a lo usual nuestro, que de nuevo tenemos que insistir en que estamos equivocados en el camino que estamos llevando, y hasta en la cultura que estamos propalando. Una cultura del “dulce fare niente”, de la desesperación, o consumismo, o la droga, como metas de pensamiento, nos llevan al vacío, a la desilusión de nosotros mismos, al desencanto y a la nada, como visión última de nuestro ser apersonal, diría yo, y en estas situaciones, resulta imposible pensar en contextos como la maduración, y mucho menos posibilitarle una proyección de futuro en una realidad de abertura al otro, en el que no se cree.

Qué es lo que el Señor nos quisiera decir, cuando nos advirtió que debiéramos ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto, nos lo podemos imaginar constatando que nuestro ser descansa, lleno de sí, de verdad, en cosas tan sencillas como hacer un buen postre, con entrega total de pensamiento y afecto a los que comen con nosotros. Es un signo de madurez evidente, que tal vez nos cueste entender hoy, pero si es verdad el concepto de que “yo soy yo y mi circunstancia”, de Ortega y Gasset, y de que lo necesario al hombre es llenar y dar sentido a cada circunstancia, se cumple aquí a la perfección el camino a la madurez, que pide, que, en cada cosa que hacemos, veamos una acción de cuidado, a la persona o personas que llenan y cumplen, cada circunstancia con nosotros.

Es fácil o difícil,... en todo caso es la perfección a la que estamos llamados. Madurar es creer en que podemos crecer día a día, en que cada día diferente, desde luego, es la oportunidad que en la mano tenemos, para intentar ser nosotros mismos, y , es siempre, ser capaz de sacrificarse por gozar el hecho, de que los que están con nosotros, son felices en ese rostro encantado que tiene todas las características de lo humano, en serio. Este, creo, es un buen camino, a madurar con el otro.