La libertad y el sentido de la fiesta

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.       

 

    La libertad es la condición humana más abarcadora y sobre todo se hace presente en el contexto de la fiesta, tanto en su preparación como también en la vivencia. Qué maravilloso el espíritu de fiesta que manifestamos entre nosotros cuando de verdad la buscamos y vivimos. Y qué libertad más señorial se vive en ella, cuando en ella nos centramos. Supone todo ello una conciencia clara de fidelidad y de verdad con uno mismo y la realidad de la fiesta que celebramos. Por supuesto, para la fiesta casi siempre estamos preparados, y dispuestos todos a jugarla con todas las consecuencias, en la seguridad además de que lo vamos a pasar pura vida, como decimos los ticos. Y es que la fiesta, desde los tiempos más remotos, ha tenido siempre un sentido profundamente humano, desde la raíz más profunda que nos levanta hasta Dios, y desde donde, además, no solo nos reconciliabamos con este mismo Dios cuya motivación vivíamos, sino que también nos fortalecíamos psíquica y físicamente para poder levantar nuestras responsabilidades con las garantías de llevarnos en ello, una verdadera voluntad decidida por nosotros desde el ser maravilloso de Dios.

No cabe la menor duda que a través de la historia las fiestas que acabamos de vivir, la Navidad, son de un contexto religioso profundo, y llevan un contenido humano sublime, regenerador de todo lo que Dios nos dio, y que habíamos perdido, pero que en su nacimiento se nos hace nuestro. Y ello tiene que ver con las mejores aspiraciones humanas y con la realización de las más grandes posibilidades que el hombre ha podido soñar, y que ahora, precisamente, ve ser una realidad, en esta inesperada condición que nos acaece de repente, cuando un niño, Dios, nace en Belén. Esta fiesta nos da esa seguridad, perdida casi del todo, de que nuestro título de hijos de Dios no es un fiasco, ni menos, una pura ilusión.

Pero cuando hablamos del sentido de la fiesta ya nos referimos a otra cosa más seria y condicionante de nuestra realidad humana. Dar sentido a una cosa, o dar sentido a una vida, es serio, porque en ellos evidentemente se toca con el meollo de nuestro ser humano, de nuestra toda libertad. Dar sentido es querer hacer las cosas con la verdad y bien, que ellas mismas y sus circunstancias llevan siempre en su interior, y que exigen nuestro respeto y anuencia con ellas. Así sucede, que estas mismas cosas a las que nosotros respetamos, nos hacen sentirnos enteros, y fuertes dentro de nosotros mismos, dentro de ese orden que tiene sentido de nuestro ser de hombres, porque también nosotros somos y estamos en la verdad, y ello nos da el estilo, por así decirlo, más humano, necesario a la responsabilidad de cada cosa y día, y nuestra realización en libertad. Lo contrario es romper el sentido de la fiesta, pero al mismo tiempo el sentido de nuestro ser, manipulado ahora por cualquier instancia que nos impida ser nosotros mismos.

Por ello, la fiesta tiene más que todo un sentido religioso, es decir un ordenamiento interno y superior que exige e impone un modo de vida divina, desde el que podemos y hacemos nuestra comunicación con El, recibiendo en cambio el contexto de la presencia divina en la humana completa, y la seguridad de su orden. Así, las fiestas más grandes han sido, casi siempre, religiosas, sobre todo, si nos referimos a las culturas que nos han precedido. Y es que el hombre ha necesitado con frecuencia el encuentro consigo mismo y era en la fiesta, una conmemoración del dios que fuera, de acción de gracias o de petición, o de perdón o de esperanza, donde se acercaban estas exigencias humanas, y rectificando sus caminos se reconciliaban con su verdad radical y se sentían protegidos y avalados por su dios. Refiriéndonos a las fiestas cristianas, que son las más coherentes, por supuesto, a nuestra cultura cristiana, en la vida de la fiesta se nos entrega el ser propio de Dios, que, hecho comida, se acerca a nosotros para devolvernos la confianza y amistad, por, así decirlo, que nos dio en el momento de la creación, y que ahora urgentemente necesitamos, para restablecernos y continuar en esa lucha diaria, que exige esfuerzo, consideración y motivos para hacerla con dignidad y hombría. En otras palabras, crecimiento humano personal.

La fiesta es también una diversión, en el mejor sentido de la palabra, porque estamos muy dispersos de nosotros mismos, y al separarnos del motivo diario de nuestra vida, nos hace pensar lo diferente, que porque tiene sentido de fiesta, arraiga en nosotros, mantiene la diferencia que nos hace ver, en muchas ocasiones, lo coherente de la incoherencia, y nos ayuda a instalarnos de nuevo en nuestro propio ser. Pero además, en la fortaleza de la fiesta que repercute en nosotros, la libertad se ensancha porque la purificación interna del ser es el encuentro con el contenido de la mejor opción del ser personal y humano, en busca de si mismo y de su libertad. Así, la fiesta laica lleva en sí misma un sentido completo.

Claro, yo diría que hoy, vamos buscando la fiesta dondequiera, también en la mentira y deshumanización, es decir con nuestra mente profana hemos creído que es suficiente y hasta necesaria la fiesta civil o profana mentirosa. Esta primera ruptura de nuestra cultura se hace realidad en la revolución francesa, que intenta desechar el contexto religioso cristiano, pero que tiene que apoyarse en él para decidir y organizar el sentido de su fiesta, que no poseen todavía, y quieren crear. En principio es la diosa razón la que quieren imponer. Y es verdad que hablo de imposición. Porque las leyes imponían la obligación de asistencia a estas fiestas, y porque quién más quién menos, miraba de reojo al vecino, y al no tener una convicción profunda de su fe, si le veía dispuesto a la celebración, allí se iba también esta infeliz persona, que volvía, por supuesto, más confusa y aturdida que lo que había ido. De hecho la libertad, la igualdad, y la fraternidad, tema que levanta la revolución francesa, pero que antes ha vivido y predicado el cristianismo, llevaban como exigencia un sentido particular de fiesta, para darlas el sabor de la vida, y para ello articulan sus ritos y prácticas lo más posible parecidas a las religiosas pero que faltas del original mundo religioso no van a convencer y a pesar de todos los esfuerzos, se vinieron abajo. “La famosa alocución “antiatea” de Robespierre, 7 de mayo de 1794, anuncia treinta y seis fiestas nacionales nuevas cada año, que, como dice, han de constituir “el remedio poderoso para un renacer”. ( Dr. Joseph Pieper, La fiesta ficticia y la antifiesta)

Por supuesto, renacer es el sentido más genuino y profundo de la fiesta religiosa, y tambien de la profana porqué no, cuando la fiesta tiene su compostura humana, pero aquí fracasó todo, porque a pesar de cierto pathos humano, abrigado al aire de reuniones, ceremoniales, procesiones, y abrazos hermanados, no religioso, que evidentemente tenían estas fiestas, el hecho, además, de ser imaginadas y racionalizadas por el hombre, dejaban ver el lado flaco de la política partidaria y egoísmo humanos, que yendo contra el espíritu de unión, de autorrealización que el hombre vive muy fuertemente, sobre todo en momentos difíciles, desde dentro, tuvo que fracasar por falta de contenidos transcendentales y referencias profundas al sentido del ser humano, donde Dios está.

Más cercano a nosotros, el comunismo también estatuyó sus fiestas, y por ejemplo tomaron el 1 de Mayo como la fiesta del pueblo. Porque antes ya había sido proclamada como tal por los Norteamericanos. “Su carácter de demostración contra el “orden preestablecido” es imposible conservarlo; dado que entretanto este “orden preestablecido” viene a identificarse con el de la dictadura del proletariado. ¿Qué será pues del 1º de mayo? De ahí va a surgir algo inesperado, que únicamente puede producir sorpresa a aquellos que no han podido trazarse una idea de los principios del Estado obrero totalitario. En resumidas cuentas, el primero de mayo se convierte en un día que, a diferencia de los demás, ya sean laborables ya sean festivos, se celebra... ¡trabajando! Y por añadidura, trabajando ¡voluntariamente y sin compensación monetaria!. Trostki y Gorki lo celebraron en grande, porque les parecía maravilloso que en Rusia el 1º de Mayo se celebraba la fiesta del trabajo, y voluntario” (Joseph Pieper. La fiesta ficticia y la antifiesta).

Como hemos podido observar la libertad brilla por su ausencia en las fiestas que hemos puesto como inventadas por el hombre, y es que el vacío que viene a llenar la fiesta religiosa, no se realiza nunca en la profana cuando esta es fiesta ficticia como lo llama El Dr. Pieper, por la sencilla razón de que nos falta el sentido de lo religioso, y la motivación humana, y sobre todo, la confianza que el hombre debe poner en su fiesta cuando no es ficticia, y que faltan generalmente en estos inventos dictatoriales de la sociedad de hoy. La mente en estas fiestas no se toca, a lo más se manipula y se impide el normal contacto con el ser Creador que da sentido a las vidas humanas. Y a pesar de tanta fiesta, en verdad volvemos a nuestras casas, bien manipulados, vacíos, y sin ese mundo original de la fiesta que promueve el ordenamiento interior humano más preciso y ensancha los alvéolos de nuestra libertad ansiosa de espacio y contenidos.

Pero hay más, decidme qué podemos encontrar de nuestra libertad señera, ese encaje primoroso de nuestro mundo más real-personal, y que se define por la opción de lo que vale la pena, es decir, en la verdad y en el bien, al compararlos con la realidad moderna que se funda, como muy bien sabemos, en estas situaciones escabrosas de fiestas en las que el consumismo, y feroz materialismo, nos confunden con la mentira ambiental, en la que el sentido verdadero de la fiesta se escapa, porque el materialismo reduce lo espiritual a polvo. El egoísmo entonces se enciende como víbora devoradora de lo mejor del ser de cada uno, en el que no renacen ni siquiera el recuerdo de los bellos sueños, menos el reencuentro con el amor añorado y vivido, tal vez, por largo tiempo, roto ahora en sus profanas y repetidas fiestas, que con sus forzadas imitaciones de lo sagrado, buscado, pero no encontrado, ofenden lo más sublime de un niño-Dios, nacido de mujer, que se nos da. Ahí se engrandece el amor familiar hogareño que nosotros cantamos en villancicos airosos, colorido humilde y cielo de la fiesta. Renovamos al mismo tiempo nuestro ser, y la seguridad que este niño nos recuerda y entrega, cuando al hacerse cuerpo nos abre el camino a lo eterno, que ilumina por dentro la existencia, y en esa su luz, nos encontramos gozosos con el hombre nuevo, que cree en sí mismo, y busca el contexto de su mejor humanismo, celebrando la fiesta de su nacimiento, Navidad, así la entiende gran parte del mundo de hoy, para testimoniar la fuerza de su poder, haciéndonos en la fiesta, la pura expresión de la espiritualidad humana.

En nuestras fiestas cristianas el calor del nacimiento se siente. La alegría volátil de nuestra libertad se palpa. El villancico se hace vida y color de la fiesta. El desprendimiento de nuestra solidaridad se arrodilla ante el niño al que sabe agradecer la fuerza de su venida, para engrandecer desde nuestra debilidad la nuestra, y en todo caso el pathos religioso tiembla encantado por esa fuerza del vigor renovador y creativo que corre por su interior para transformar lo vulgar en limpio, lo colérico en sencilla entrega, lo amable en amor definido y claro, por la sonrisa vertebrante de este niño que nos nace. En las fiestas profanas, cuando son sinceras, se goza y se vive la presencia del encuentro que da la mejor definición de la comunión que el hombre necesita consigo y con los demás.

Pero por esta fiesta de Navidad, me parece, que estamos queriendo poner fin a esta cultura consumista por una más humana y participativa, que nos haga sentir la cercanía de un hombre con otro, de uno pueblos con otros, y de todas las culturas con las manos elevadas ante una misma necesidad de aceptarnos, mirando al cielo y agradeciendo su gesto, porque no es verdad que lo mentiroso de tanta fiesta ficticia al aire de esta fiesta vida nuestra, o cualquier otra fiesta también nuestra, pueda manchar o romper la claridad del sol meridiano que ilumina y vive en la liturgia cristiana, y que se hace luz con más precisión, alumbrando la capacidad de ser nosotros mismos, los creadores de una actitud más humana y confortante, abierta en último término a la acogida y al canto, al abrazo y al perdón.

No es honesta, ni honrada, la falsificación que se pretende y que nos quieren imponer. El papa lo ha protestado, los cardenales lo han rechazado en valientes y definidos escritos, poniendo en su punto que lo imposible de sus pretensiones inhumanas, pueda llegar a algún sitio humano de valía con sus acostumbrados gestos grandilocuentes que a la postre rechaza la oferta secular de la Iglesia que humildemente no puede aceptar el hecho de no reconocer en su actitud, el contenido más profundo de la fiesta cristiana. Pues lo nuestro debe ser encarnarnos en los demás, este es el ideal de nuestro encuentro maravilloso con el Hombre Dios con su Padre, que lo ha querido así, pues eso significa primordialmente el nacimiento de Jesús: encuentro. Las fiestas típicamente de los hombres, impuestas por ellos, atadas a dictaduras nefastas, todas han fracasado por la incoherencia de su celebración costumbre, expresión indudable de vacío, que no resiste la libertad del hombre honesto que quiere vida en sus fiestas, frente al engaño también, la imposición, o el enmascaramiento deslumbrante del poder consumista de hoy, que se arrebata por quedarse con la fiesta. Pero sobre todo, porque a pesar de su esfuerzo porque así no fuera, en ellas, se desencuentran los hombres, se pierden…

Estamos perdiendo el sentido de la fiesta, religiosa y profana, en el enmascaramiento de la vida que cada día intentamos renovar. Pero la renovación está asentada en la verdad de nuestra actitud, allí donde un mundo de posibles y no encontradas opciones, puede ir preparando el más justo acento de esta fiesta cristiana que cobra vida en la excelencia de una apuesta firme, por la libertad frente al consumismo, y demás inconsistentes falsos valores, que se nos quieren imponer de matute con la fiesta de apariencias, hasta humanas, pero en el fondo, bien, pero bien profanas y destructoras, además, de nuestras mejores costumbres.