La ingratitud

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Ved, cómo hoy, nos desarrollamos, prácticamente, desde esa fuerza interna del instinto que nos lleva de todas las maneras a nosotros mismos, a nuestro individualismo, e inhibiéndonos de toda la grandeza de esa imagen y semejanza que llevamos de Dios, y desde la cual podríamos actuar como auténticos señores de nosotros mismos, sin ambigüedades, dispuestos, por supuesto, a reconocer los dones que se nos hubieran ofrendado,... y nos constituiríamos así, sin duda, en hombres a todo dar y abiertos al bien y al amor, es decir, en hombres reales, y no baratijas aparentes, como los que pretendemos, en muchas ocasiones, empujar hoy.

Es curioso, pero, ahora, una de las cosas que más nos cuesta es, a mi ver, dar gracias a tantos favores y actitudes apuestas que se nos ofrecen de continuo, sin que hayamos, incluso, hecho nada para merecerlas, y que por nuestro forma de ser y trabajar actualmente, ni vemos, ni agradecemos. Ser hombre, desde luego, no es cualquier cosa, y esto es lo primero que deberíamos advertir, y nos debieran hacer ver, tan pronto como abriéramos los ojos a la vida. Para ver la diferencia nos bastaría poder confirmarlo con dirigir nuestra mirada al animal que nos rodea y que como tal, tan mal lo está pasando, incluso por nuestro trato injusto, en su propia experiencia de ser creado para nosotros, y nuestra realización y divertimiento personal. Claro, nos falta Dios, que es el factor importante y primordial, sin duda, en nuestra existencia, el que nos daría la ilusión de cada momento para hacernos consecuentes, y desde esta coherencia hacer de nuestro vivir, un continuo afirmar la alegría de reconocernos capaces de entender y administrar este cosmos y nuestro pequeño planeta tierra, devolviéndoselos al Señor con grandeza y elocuencia suficiente como para decirle, a pesar de todo, gracias por este espacio que nos das día a día, y por el sol, y por la luna, y por las estrellas, y por las ilusiones que cada día me entregas, y por esa grandeza de encontrarnos con los signos de tu Vida en relación con la nuestra, agradeciéndole ese gesto tan suyo, siempre perenne, de mantenernos en nuestro espacio y circunstancia apropiada, mirando también al cielo en la alegría esperanzada de sentirnos siempre suyos.

Si al levantarnos por la mañana, alguien nos hubiera recordado, que tenemos un nuevo día, espléndido y lleno de resplandor inaccesible, pero experimentable como lo mejor que se nos muestra en esta abertura increíble del día, me imagino, que en un afán de abrazarle entero, como si fuera personalmente nuestro, de cualquier manera sorprendidos, lo miraríamos para decirlo, ¡hola! Y en ese saludo amigable, agradecer todo el encanto que Dios ha puesto en cada día que pasa, y sobre todo en el nuevo que nos ofrece.

De verdad que la vida es bella y en cada momento deberíamos estar absortos por el valor que ella lleva consigo, y las múltiples alegrías que ella, como tal, nos da y nos está dando. Con solo encontrarnos en nuestro interior con nosotros mismos, repasando nuestros momentos buenos del hogar, indefinibles por su belleza y ternura, que de cuando en cuando aparecen en nuestro horizonte, un cumpleaños de la pareja, o de los hijos, una invitación a un hogar amigo, y tantas otras, como viajes, meriendas, días de familia etc. No recordáis esos momentos fundamentales en los que vuestro corazón fulgurante de gozo y de intimismo abierto a la sonrisa esperanzada, se estremece, cuando vuestros hijos os preguntan por sus vidas, sus horas de incertidumbre o particularmente deliciosas en sus consecuencias, o cuando pensasteis en primer lugar en ellos, que las encontradas miradas cómplices de felicidad desde la pareja decidieron su suerte, o el nacimiento mismo de vuestros hijos...¿No los creéis especiales y apropiados al agradecimiento, al buen hacer de la familia entera? Pues bien, me parece, que no haríamos ninguna cosa de mas, si cada día de nuestra vida, que se nos regala, pudiéramos volvernos hacia nuestro interior y desde allí gritar fuertes y seguros a nuestro Dios, para decirle satisfechos ¡Gracias!, Señor, por la vida que nos has dado, y que sigas manteniéndonos en tus manos, y rogarle que nos la siga alimentando con la fuerza de su Espíritu, para hacerla, más nítida y agradable, recordando nuestro deber de madurar, más auténtica en la fidelidad mutua y en el servicio a nuestros hijos.

Desde luego que este modo de agradecer es como un volver a la originalidad de nuestro ser. Porque ello supone reconocernos y aceptarnos como somos, darle el vigor necesario al momento que se abre sin pretensiones a la historia, y recrear el mundo de la vida desde su misma fundamentación que vela por lo mejor de uno mismo en cuentas de crecimiento, desarrollo y cumplimiento, porque siempre es bueno tener en la conciencia, que no hay nada positivo, si no lo pensamos, y ponemos a disposición de ese objetivo, nuestro esfuerzo. Ahí estaría nuestro ser entero, y seguro de sí mismo caminaría en la seguridad de vernos como seres positivamente buenos, que vamos poniendo cada cosa en su sitio, decidiéndonos por esa realidad, a veces torturante, de hacer las cosas como nuestro ser pide, retorciéndonos, a ratos, incluso, por crecer, en lo que de posibilidad tiene esta nuestra vida, bien conscientes de que ello nos va a pedir, en muchas ocasiones, sacrificio, para no extrañar nunca lo humano, refrendándolo siempre, ¡oh,.. si lográramos ser humanos! y fortalecernos continuamente en ello, y sabernos deudores agradecidos, de todos aquellos que se han desangrado en su inquietud por nosotros, y trabajan aún, por nuestra felicidad y logros personales.

Yo recuerdo tiempos idos, cuando era niño, sabiéndome querido y gozando de las mil y unas sonrisas que una madre que quiere improvisa por momentos, para señalarte que está ahí guardando tu ser, llenándolo de niño enriquecido, y engordándolo en la felicidad del gozo que implica ese amor creador, señalando con su dedo de poder, a no dudarlo, una autoestima correcta y bien marcada, desde mi más tierna infancia para mi alegría y confirmación de mi ser personal a punto. Eso, me parece, ha contribuido a hacerme un ser agradecido, y en todo caso contento, con la poderosa influencia que unos padres conscientes de su quehacer formativo, pudieron recrear en su hijo. Por ello, me parece, debemos mover ese mundo espiritual que el hombre lleva consigo, en nuestros hogares y darle más fuerza, que nos cabe y hace falta, para impedir que nuestros hijos se nos marchen de casa, dolidos y con el corazón duro, y salvajemente modelados en la ingratitud. Es ahí, en el hogar, donde podemos sacar la riqueza de todos esos valores que necesitamos, entre ellos, por supuesto, la gratitud, que es hija de miradas complacidas y constantes de los padres, que nunca terminan de admirarse, cuando porque se quieren, y lo quieren, sirven con su actitud de entrega, la gentileza del don de sí mismos, al crecimiento de la pareja. Los hijos, entonces, admiran ese don, miden la riqueza que contiene, y con fervor inconfundible lo hacen suyo con agradecimiento.

Cómo gozaríamos en nuestros hogares, si nuestros hijos sellados por el inconfundible fuego del amor familiar, se fueran manifestando poco a poco, y conforme fueran creciendo intelectual y psicológicamente, dentro de ese mundo de saberse dar mutuamente gracias con sabor y alegría, por el bien que cada día reciben de sus padres, de sus hermanos, de sus amigos y compañeros, por los tantos sueños confirmados en la grandeza desinteresada de los que los han acompañado y acompañan, y que mutuamente reafirman, al comentarlo en casa con rostros encendidos de confianza y fe en sí mismos, haciendo valer, al mismo tiempo y con seguridad, el sello de la familia que tan fecundamente se hace evidencia, ahora, en el testimonio claro de los hijos, aflorando incandescente también en los padres, el lujo de tenerlos, el placer de verlos satisfechos y crecidos, y el orgullo paterno no solo de serlo, sino sobre todo, con esa conciencia clara de haberlo ejercido en ellos día a día... en seguridad y eficiencia, en atención y acompañamiento, en palabras y hechos.

Por qué no vivir estas experiencias fuertes, que pueden ser reales, que debieran serlo, y que en la inmensidad de nuestro mundo se dan, tal vez, con alguna frecuencia, aunque no la requerida, en nuestras familias. Esto sería, a no dudarlo, un comenzar a ser diferentes en este siglo de enfriamiento y de traición, de separación y desencantos, pero que en la asimilación de este gran valor, la gratitud, marcaríamos los caminos nuevos a desarrollar, y estaríamos empezando a vivir los principios de una nueva cultura más humana y comprometida, que tanto nos hace falta.

Pero esto va íntimamente unido a una relación profunda con nuestro Padre celestial y a una aceptación del mundo de sus valores manifestado históricamente en la encarnación de su Hijo Jesús. Cristo en sus gestos y palabras nos enseñó a verle, no como el “deus ex machina” o el que con su poder confunde, porque nada hay imposible a su fuerza, sino como el ser que ama, el que sirve y nos indica que en el servicio tenemos la escuela de la perfección humana. Cristo, nos dice Bonhoeffer, “no es un hombre de lo sagrado, sino un homo humanus: un humano que vive lo humano con cada ser humano, revelando así la profundidad de nuestra humanidad en su Hijo, es bueno para el hombre ser hombre, llegar a serlo y seguir siéndolo, para ser tras las huellas de Cristo, un hombre con y para los demás”.

Nos hace mucha falta el hombre que hemos perdido, y es aquí donde estriba fundamentalmente el mal que padecemos. Al aire de cada día nos podemos dar cuenta, de las diferentes virtudes que nos faltan, pero desde luego una de las cosas más chocantes hoy, es justamente esta de ver el rostro de nuestra gente, desde la dureza del desagradecimiento, o peor todavía, de la ingratitud. No son hombres moldeados por la delicadeza del dulce hacer del hogar, tal vez son hombres de la calle, donde malviven y aprenden que sus padres son injustos y caprichosos, que no tienen un talante de excusa, sino que porque no piensan nunca, lo saben todo, y no toleran ni siquiera la pregunta para aprender, aparte de que no pisan la casa y es poco menos que imposible hacer una pretensión de poder hablar con ellos. Claro, esto lo creemos a pié juntilla, por la sencilla razón, de que queremos encontrar motivos hasta para negar nuestro origen, y lógicamente dejar nuestras casas, por imposibles y corruptoras. Si vierais las cifras estadísticas de los jóvenes que quieren dejar sus casas, os asustaríais. También es cierto que no saben lo que piensan. Pero el hecho es que estamos confundidos unos y otros, sin encontrar caminos de entendimiento. Y esto es lo grave. ¿Quién puede aquí, agradecer a Dios, o a sus padres, la vida que tienen?

Por supuesto, estos padres lo son de nombre, y no es posible sacar de su ser lo humano. Y esto nos tiene que hacer pensar que la vida debe ser otra menos encontrada, y más pensada... Habrá que luchar por hacernos con el vínculo real de esta posibilidad, y crear la luz. Lo imposible es continuar como vamos.