La esperanza del adviento alegría cristiana

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.

 


Hace algún tiempo, mejor, unos días que vengo pensando en escribir sobre la alegría que debemos tener los cristianos, y todos los hombres, que en estos días específicos en que estamos esperando al Señor, en el adviento, tanto se nos habla de seguridad y de nuevo vestimento, y de alegría, que deberíamos tener siendo conscientes de que viene nada mas y nada menos que en la dulzura de un niño que nace en Belén, nuestro Dios, para salvarnos. Fijaros cómo lo expresa la antífona de entrada del domingo segundo de Adviento: “Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz y os alegraréis de todo corazón” Y es que el escritor sagrado no concibe, mis queridos lectores, que ante un momento como este, de salvación para nosotros, se nos pase de lado, como en un tren que corre a toda prisa, la alegría.

Pero cuando uno mira la cultura de hoy, se nos echa encima la tristeza humana, tan manifiestamente reproducida en nuestro arte, por ejemplo, o en nuestras noticias diarias, o en nuestras novelas donde la mayoría de lo que se nos presenta tiene que ver con la traición y el escándalo que, por supuesto, vemos como si nada tuviera que atañernos a nosotros. Nuestras calles, decimos, no son practicables porque en cualquiera de ellas y en cualquier momento se nos asalta, en nuestras empresas, en muchas de ellas, brilla por su ausencia la justicia, los obreros, en algunas ocasiones, tienen que comerse las uñas, literalmente hablando, porque el salario no les llega. Vivimos tiempos en que la corrupción es efectivamente muy considerable. Claro, en estas circunstancias, a mí no me extraña que la alegría se escape de nuestro espacio y nos deja absolutamente solos y muchos hogares desamparados. Pero, hermanos, aún entonces tenemos la posibilidad de mirar hacia arriba, y pensar en el Señor que nos ama, que viene en estos días a salvarnos, y que a través de muchos hermanos, estoy seguro, os ayudarían, si nos hiciéramos presentes en algunas de nuestras comunidades donde nosotros habitamos.

Y dejadme que os diga que el cristianismo es la comunidad liberada por esencia. Ni Roma, ni Grecia, ni las democracias modernas, nos recuerdan nunca que nos sirvamos unos a otros, y sin embargo la manera más segura y honesta de ser libre es vivir la libertad que ello implica, y la alegría de sentirnos todos hermanos, como consecuencia. Cristo nos recuerda: “sabéis muy bien, que soy Señor”, pues como yo he hecho con vosotros, hacedlo vosotros también, con los demás,… y yo os digo que os sentiréis señores de vosotros mismos, en primer lugar, porque la alegría de servirnos es siempre más fácil que la de hacernos servir, si es que hay en eso algo bueno, que lo dudo, como dar es más fácil que recibir, , y en todo caso la satisfacción que queda dentro, es un síntoma de maduración y personalidad señorial. Esto, mis queridos lectores, es lo que realiza siempre el amor. Y el amor no hay que dudarlo es profundamente cristiano.

En el segundo domingo de adviento se nos dice por obra del profeta Baruc, “Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y vístete las galas perpetuas que Dios te da” Qué maravilla, por eso es que os digo que el que quiere entre nosotros puede ser feliz., y por supuesto verdaderamente alegre. Sabéis muy bien que en el Antiguo Testamente, y creo que en toda cultura, regalar un vestido es realmente recibir el don del que te lo regala. Sabemos que Dios vistió a nuestros primeros padres después de que pecaron y quedaron desnudos. Les regaló un vestido de piel para que no sintieran la vergüenza de mirarse y verse desnudos, que fue, por cierto, muy doloroso, por sus consecuencias para todos, y les cambió su situación vergonzante de verdad, al menos en llevadera. También el patriarca Jacob regalo a su hijo más joven, José, una túnica de mangas largas, porque le amaba sobro toda cosa. Por ello el profeta, porque sabe que Dios nos ama, nos invita a vestir el traje de la gracia de Dios, y de esta forma sentir que todo nuestro ser cambia para vibrar ante la belleza de esos domingos de adviento en que de verdad le esperamos, en la seguridad de que su llegada va a cumplir con todas estas promesas. 

Por otra parte, qué bonita es la espera cuando desde ella sabemos hacer una vida nueva en nosotros. Toda espera transforma de alguna manera nuestras vidas. Imaginaos que esperamos, nada más y nada menos, que a la persona amada. Entonces se ilumina nuestro rostro, se transforma todo nuestro interior, y la persona transciende en serio todos estos momentos para pensar en su amado y esperar gozoso su llegada. Después es la dicha total. Hay esperas de todo tipo, y siempre, qué curioso la esperanza es algo feliz para el hombre. Pero cuando a quien esperamos es a nuestro Dios, las categorías todas de nuestro ser cambian, y es por ello que en nuestras Navidades siempre hemos gozado extraordinariamente, sobre todo en las pasadas, en las de otros tiempos en que, de verdad, se vivía a Cristo con más prestancia y fervor que ahora, aunque tampoco me puedo quejar, porque conozco a familias bastantes, muy buenas, que me rodean y sé que son profundamente felices. Y es que nosotros debemos ser felices, y si cabe más, en estos días en que esperamos a nuestro salvador. Porque, saber que es Dios el que nos viene, y que además se hace uno de nosotros, imaginaos bien, como nosotros, sí, Señores, ni más ni menos, es el modelo de los humanos, siendo hombre. No os parece la cosa más rara del universo, y cómo cuesta creer esto hoy en muchas ocasiones. Pues sí Señor, viene nuestro Dios y se hace hombre, y a Él, es al que esperamos…!

Pues solo esto debería llenarnos de alegría, por eso os digo, que el adviento como esperanza es la alegría cristiana, sin más. Por ello deberíamos allanar nuestras personas haciéndonos más fáciles unos para otros, deberíamos achantar los bosques de nuestras soberbias y vanidades que a ratos imposibilitan la relación humana, la nuestra precisamente, y lograr que todo nuestro ser cambiara para que sintiéramos la cercanía de la Navidad. Pero también, y desde ella, empujar esa nueva vida a la que evidentemente Él nos invita, a esa armónica confianza del uno en el otro, que todo lo salva. Con solo recordar los momentos que hemos pasado juntos, y las enormes satisfacciones que en muchas ocasiones, mutuamente nos hemos dado, deberían ponerse a temblar todos nuestros músculos y tendones, todos nuestros mejores sentimientos, si es que alguno nos queda, y a su recuerdo comenzar a interpelarnos ¿por qué ahora no? Por que ahora en este adviento precioso en que de nuevo esperamos ver nacer a Jesús, no nos han de venir las lágrimas más humanas, de cambio, de conversión, más legítimas que nunca, las que nos acercan unos a otros, como seres que nos pertenecemos en Cristo eternamente, los esposos, los hijos, en fin, el hogar. Y este porqué es el que debemos responder ahora mismo, si queremos volver a la alegría que tantas veces hemos gozado y sentido como muy nuestra, en estas fiestas de Navidad.

El Señor esta grande con nosotros y estamos alegres, nos dice es Salmo responsorial de este domingo segundo de adviento. Y qué duda cabe que si activamos la presencia de Dios en nosotros nos damos cuenta de que está haciendo maravillas, y que como decimos está grande con nosotros. Esto lo podemos probar con la magnificencia con que Dios se comporta y conforta a la madre Teresa de Calcuta. Ella misma dice que cuando está preparando la fundación de las monjitas, que a ella la dan vida hoy, sufre horrores porque ella se siente parte de otra congregación a la que pertenece, y eso le dolía porque no quería de ninguna manera salir de su congregación primera, traicionando, es decir a disgusto con su conciencia, que le aseguraba que su vida religiosa le había dado muchos momentos de gozo antes de llegar a Calcuta. Para ello tenia que obtener el permiso de fundación de parte del Arzobispo de Calcuta porque su vocación se lo pedía, y sabía además, que Dios quería eso. Cuando ese permiso le llega se siente transformada y no sabe cómo dar gracias a Dios por tantos beneficios que de Él recibe. La alegría es ahora un gozo profundo que se alberga en su ser. Con todos los permisos de su primera congregación hace los votos para la nueva, con las primeras jóvenes que ha podido reclutar, y ya en adelante el contacto con los más débiles y despreciados le hace sentir la alegría más grande del universo, y lo vive de verdad como un nuevo horizonte para toda su vida. Ella era feliz, lo eran sus monjitas, y, por supuesto lo eran también sus niños enfermos y abandonados, no más solos y despreciados por el mundo, desde el dichoso momento en que unos ojos nuevos y tiernos les miraran con pausa y detenidamente para quedarse con ellos, y unas manos sencillamente humanas, les pasaran por sus caritas limpias, ahora, dejando en su corazón los consuelos de una vida nueva en esperanza y alegría, para siempre. 

Y es que sí, mis queridos lectores, la alegría está con aquellos que saben cumplir sus responsabilidades. El esfuerzo por ser uno mismo desentraña la alegría que tenemos olvidada en el corazón, y que por desidia, muchas veces hemos llegado a creer que la imposibilidad de cambio cerraba nuestros horizontes de futuro. Pero, desde el momento en que nos sentimos haciendo lo que debemos, qué duda cabe, que somos más nosotros mismos y viéndonos, sobre todo, y también con el futuro en las manos. Claro, esto se madura con una fe profunda que levanta la esperanza a lo más alto del cielo en la seguridad de que este niño nos nace en Belén. No podemos dudar que Él nos guiará con alegría a la luz de su gloria con justicia y misericordia. Y si a tantos ha curado, porqué nosotros vamos a quedar lejos de su influencia. Precisamente el profeta Isaías es particularmente incisivo y machacón, en este contexto de madurar la fe y llenarla en la profundidad de la novedad que la palabra de Dios aporta. Dice, “Consolad, consolad a mi pueblo; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, que está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados”. Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos. 

Es, no cabe duda, una resonancia nueva esta de la alegría en los domingos de adviento. A mi personalmente, me ha alucinado el segundo domingo, y no acabo de alabar al Señor precisamente por esa sencillez con que Él hace las cosas, mientras nosotros hacemos todo lo posible por complicárnoslas. El corazón del hombre se está endureciendo y cada vez se hace más sordo a la voz de la revelación. Esto me lo recuerdan los laudes que los sacerdotes rezamos todos los días en este tiempo de adviento “el mundo muere de frío, el alma perdió el calor, los hombres no son hermanos porque han matado al amor”. Pero tampoco deja de ser cierto que envueltos en esa noche sombría y dura que evidentemente nos buscamos con nuestra actitud hostil a todo lo bueno, vamos entreviendo esa luz que aunque tenue aparente, pero que de verdad, en el fondo está llena de esplendor y nos puede alumbrar en este camino tan difícil que llevamos. Es solo cuestión de abrirnos a la verdad, de escuchar esa palabra de Dios que tan fuertemente habla hoy a los hombres, y tan insistentemente habla de la alegría que tanto necesitamos hoy, y que tantos otros han encontrado y han dado por buena. Con solo mirar a nuestro alrededor nos podemos dar cuenta de que muchos que aparentemente seguían nuestro camino, han cambiado de rumbo, y sobre todo nos dan la impresión de que se sienten más seguros. Y a pesar de que es un privilegio difícil en estos tiempos, ellos no se sienten privilegiados, pero sí tocados por el dedo de Dios que les da esperanza para caminar con más brío y alegría en estos duros momentos por los que pasamos.

Cómo me gustaría que esta Navidad fuera diferente para muchos de vosotros. Que la esperáramos con gozo, que la viviéramos con un sentido nuevo de esperanza cristiana, y sobre todo, que la alegría tan rebosante que la liturgia de estos días nos entrega, nos cubriera con su esplendor, y al mirarnos por dentro alrededor de nuestra familia entera, nos encontráramos con la alegría, que, tal vez, muy nuestra en otros tiempos, y hasta ahora perdida, la sentimos renacer, con fuerza e ilusión para transformar el ambiente y el medio en que vivimos. Ciertamente tu esposa te lo agradecería, pero los niños, celebrarían su Navidad en la idea de que algo nuevo les había pasado, y como consecuencia ellos empezaban a ver que la vida era posible en la alegría, en la paz, y en la responsabilidad que implica escuchar y mantener esta palabra de Dios, con coherencia, en nuestra mente y en nuestros corazones. Esto sería nada más y nada menos que pararnos con gozo en la estación de Navidad.

El adviento siempre ha tenido ese duende que se esconde en el corazón del hombre y lo cambia. No tengo miedo a que en estos días se pronuncie de manera diferente esta palabra maravillosa del adviento que la tradición nos ha dejado como regalo, para hacernos sentir más humanos y cercanos a los demás, con la alegría que la iglesia vive en estos momentos como el mejor regalo de sus profetas. La ALEGRÍA entonces, por nuestra salvación y el encuentro con los demás hombres, nuestros hermanos, sería nuestro mejor escudo y por supuesto, internamente, la joya más fina con la que me puedo recrear, a mí mismo.