La Esperanza cristiana

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F. 

   


Mis queridos lectores, hoy quiero hablaros sobre este tema de la esperanza tan necesario a nuestros momentos de angustiosa negación personal, y de Dios, y en general a todo momento difícil, tan frecuente, en nuestros tiempos. 

Pareciera que deberíamos haber escrito sobre esto, hace mucho tiempo,... y probablemente tengáis razón, pero lo cierto es que, a mí, me parece, que, si Cristo no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna razón para la esperanza, para el gozo que ella comporta, y para la seguridad personal que todos necesitamos, y es que, lectores queridos, vale la pena pensar qué esperanza nos hubiera podido llegar desde los hombres que mataron a Cristo, o desde los que hoy son causa de los múltiples sinsabores, y hasta tragedias que la humanidad fría e isnensibilizada padece, y hay que reconocer que los encontramos en todos los rincones de nuestro planeta, y también, cómo no, en los de nuestros hogares. 

La esperanza, pues, es, querámoslo o no, el primer fruto de la resurrección de Cristo. Cristo, con su resurrección ha lavado la cara a todos los hombres, les ha dado el toque de humanismo necesario a la buena creatividad personal, y finalmente, nos ha hecho ver el sentido verdadero de la historia humana, porque, mis queridos lectores, la verdad es que nada es igual para el hombre, después de la resurrección de Jesús. Cristo ha resucitado, y con ello ha cambiado el signo de la de los tiempos, y ha dado el sabor de lo más auténticamente humano a los gestos de todos los hombres. Todos podemos albergar la esperanza de encontrarnos con El, si le buscamos... Tan generoso ha sido Él, en su gesto. 

La esperanza nos ha hecho mirar al cielo, en la seguridad de que allí está nuestro Padre y Hermano, que en su actitud misericordiosa, nada pertinente al hombre le puede ser extraño. Y qué seguridad nos da saber que en cada caso podemos tener la respuesta adecuada a nuestra propia anchura. 

La esperanza, entonces, es el ser de Dios volcado en nosotros, que se nos da, que nos llama, y que nos promete y asegura su propia vida, su ser, como encanto del nuestro, que con Él se cumple, y como seguridad de que todo lo que Él es, está a nuestra disposición. Así, la esperanza, qué duda cabe, es la virtud teologal, que da aliento a todo lo que el hombre puede desear, y que empuja al Cristiano a ver todo lo que hace y espera como presente y futuro, fundado en Él. Ello, da un vuelco a toda nuestra realidad humana, porque a partir de entonces, El es el Señor, y por ende el que marca las alternativas mas influyentes en nuestra experiencia humana, y el que, a pesar de todo, va dando la responsabilidad a nuestro quehacer personal, redondeando y armonizando todo lo que en nuestro ser pide respuestas, como pueden ser las creencias profundas, que asientan ahora nuestro ser más real, en la dinámica de un Dios que nos ama, y se encarga de nosotros. 

Podríamos recordar el momento de la transfiguración del Señor. Pedro, Juan y Santiago le acompañan, y allí el Señor les muestra su gloria. Entonces apareció su humanidad sumergida enteramente en luz divina, envuelta en una nube resplandeciente, atestiguada por la Ley y los profetas, reconocida por el Padre mismo. Los discípulos se sienten tan llenos de felicidad, que Pedro por encima de todo, desearía levantar unas tiendas, para quedarse a vivir allí. 

Eso, que los apóstoles contemplan, es la gloria de Dios, lo que Dios nos dará a cada uno de nosotros todos los días, y al fin de los tiempos, porque le amamos y esperamos en El. La esperanza, por tanto, adelanta los dones de Dios a los hombres, y no solo los adelanta, sino que es, de hecho, la que señala el campo a nuestras opciones mejores, y la que por tanto va conformando en nuestra vida diaria, en los esfuerzos y sacrificios de cada día, nuestra mejor y verdadera concepción de la libertad. “Porque los padecimientos del tiempo presente, nos dice Pablo, no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros”, (Rom, 8-18) es decir, con la esperanza que apasionadamente vivimos y que marca el camino diario de nuestro ser humano, a la manera del ser de Cristo. 

Si esto viviéramos, me parece que el mundo de hoy tendría unas experiencias diferentes, pensaríamos un poco menos en lo que formalmente distrae diariamente nuestra vida, tendría menos importancia el afán del dinero, y estaríamos mas cerca unos de otros, pues, en lugar de estar mirando qué tiene el otro, y deseando todo lo que vemos al margen de pensar si son opciones verdaderamente humanas, se nos ocurriría vivir al aire de esta esperanza cristiana, que da sentido a todo lo que hacemos. Pero sobre todo la familia, se expresaria hoy dentro de unas coordenadas tan diferentes, al incar sus raices en lo mas autético de esta esperanza, que siempre, al medir la vida y el mundo desde Dios, nos tendría que cambiar y empujar la mirada a lo alto, y no sólo mirar, sino transformar los valores que nos preocupan, exigiendo un verdadero cambio de eso valores, para dar a cada momento la serenidad y pujanza, que el hombre pudiera vivir desde lo que Dios nos ha ganado en su Hijo, con su espléndida resurrección. 

La esperanza mira al futuro, donde tiene, es claro, la fuerza toda de su poder, por eso podemos pensar que el cielo, que supuestamente anhelamos, es lugar donde habita Dios, cierto, pero, sobre todo, es nuestro don genuino, aquí, porque cuando estemos con el Señor como nos dice S. Pablo, la esperanza desaparecerá, porque privará el amor. 

Así las cosas, porque la esperanza, , es de esta tierra, su proyección como virtud se consolida en la profunda exigencia a los valores de esta tierra, a los que mira desde su vertiente original, para enfocarlos desde Dios, allí donde al hombre le duele, porque le une a lo que vale, y le aparta de la apariencia, que normalmente le habita y le posée, para darle ese sentido a que hemos aludido antes, y que opera la esperanza en nuestras vidas. 

La esperanza, ya consolidada en nosostros, es fuente de vida y de todo consuelo, pero sobre todo empujón para nuestro gozo futuro con Dios, al que vemos como fuente de nuestra vida, que vivimos con su fuerza abierta al acontecer de la vida, pero bien afincada en la seguridad de los dones que creemos, y por ende esperamos. 

Al fin será la paz y la corona
Los vítores, las palmas sacudidas,
Y un aleluya inmenso como el cielo
Para cantar la gloria del Mesías. 

Será el estrecho abrazo de los hombres,
Sin muerte, sin pecado, sin envidia;
Será el amor perfecto del encuentro
Será como quien llora de alegría 

Porque hoy remonta el vuelo el sepultado
Y va por el sendero de la vida
A saciarse de gozo junto al Padre
Y a preparar la mesa de familia. 

Qué espéndido , pero, justo, en estos versos vemos que Cristo, en su Resurrección, nos ha ganado la esperanza para todos. Qué menos, que agradeciéndoselo, empecemos a dar vida en nuestros mejores deseos, a los mejores sentimientos que nos llevan al Padre, por supuesto, desde un saber a qué atenernos como Cristianos.