El perdón en la familia

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.  

  


Este es un tema muy de hoy, que no debemos olvidarlo, y que también nos viene bien para su reflexión en Cuaresma.

Por supuesto, hoy nos quejamos de que muchos de los problemas que nos envuelven vienen de aquí, de nuestra incapacidad de perdonar, que es un hecho, mil veces, comprobado. No voy a negar que en la historia esto ha sido un problema de siempre. Pero no vamos a engañarnos tampoco, hoy nos cuesta, más que nunca, perdonar. Primero, porque en verdad no amamos, y solo el que ama de verdad en momentos turbios de la pareja, en sus vidas, pueden acudir a este recurso, que es el único capaz de revertir la situación. Y, segundo, porque creo que esto de perdonar es un asunto puramente religioso, y hoy a la inmensa mayoría, y al medio social en que vivimos, le resbala este punto.

Desde una perspectiva puramente humana, tendríamos que confesar que no es fácil este problema. Somos muy débiles, cuando la situación lo pide, hay que recurrir a nuestro interior, a menudo confuso, que lucha entre el sí y el no de la ofensa, que da mil vueltas sobre los porqués del asunto, y finalmente nos exculpamos, porque nuestra soberbia enredada, no admite daños, y al final nunca encuentra, tampoco, una razón poderosa para pedir perdón o perdonar, porque se le ocurre que el tema no tiene importancia alguna, o nos vemos, en todo caso como parte del problema, y no causantes principales del mal... La otra parte, sin embargo, no sabe cómo aceptarse, ni como jugar el juego del amor realmente ofendido, porque son muchas las veces que ha tenido que salir al ruedo, a torear, siendo casi siempre, y sin saber cómo, cogida por el toro, y a la postre, se inhibe en su proceder, y hasta le fallan, a la hora de escoger, los resortes más humanos. Puede sentirse incapaz para tomar el toro por los cuernos, y perdida la autoestima, no saber qué hacer.

Sencillamente nos estamos deshumanizando a pasos agigantados, y no nos damos cuenta. Hacemos las cosas desde una frontalidad brutal y dañina, que hiere en lo más profundo del ser, y nos impide, del todo, recordar que somos hombres.

Y así, vamos yendo de tumbo en tumbo, porque una vez heridos, nos volvemos a caer, y, a la hora de la verdad, no sabemos a qué atenernos, y tampoco se nos ocurre que una nueva oportunidad sea un gesto que valga la pena, al verse ofendido de tal manera, que se hace uno consciente de que no se navega en la facilidad. El amor es imposible, y el perdón, por supuesto, no aflora, porque en esta situación es completamente ilógico, y por ende incoherente.

¿Hay alguna posibilidad de perdonar en esta deshumanización en que vivimos? Y mi respuesta es francamente negativa. Porque el conflicto entre el deseo y la impotencia, mediante la valoración errónea de una cosa, adquiere una significación enteramente nueva y rica de consecuencias, en la actitud psíquica determinada por el resentimiento. La envidia, la ojeriza, la maldad, la secreta sed de venganza, llenan el alma de la persona resentida en toda su profundidad... Ya la formación de las percepciones, de las presunciones y los recuerdos está influida por estas actitudes, las cuales automáticamente subrayan en los fenómenos que les salen al encuentro, aquellas partes y lados que pueden justificar el curso efectivo de estos sentimientos y afectos, y en cambio rechazan lo restante. Hay en la persona, nos dice Mounier, algo que quisiera injuriar, rebajar, y empequeñecer, y que hace presa, valga la palabra, sobre toda cosa en que pueda desfogarse. De este modo, calumnia involuntariamente la existencia y el mundo, para justificar la última constitución de su vida valorativa.

Es imposible el perdón desde determinantes naturales. No se ha conocido esta virtud profunda más que en el Antiguo Testamento, donde el pueblo de Dios pide, con frecuencia, perdón por sus pecados, y en el Cristianismo, y es él quien definitivamente le ha dado, también, carta de naturaleza, o de existencia. También, somos conscientes de que no podemos ser perdonados por Dios, si no perdonamos antes. Condición, pues, para el amor cristiano de nuestro Dios, es el perdonarnos mutuamente, como hermanos. Así nos lo dice el Señor en la incomparable parábola del hijo pródigo, exégesis la más hermosa de la quinta petición del Padre nuestro,.donde Jesús, insiste en el perdón, como cauce a la salud humana. Y el amor es de la persona, y es esa actitud de abertura al otro para el que quiere la felicidad, entre lo que está el sentirse perdonado, y saber perdonar, como elemento de vinculación humana, que se conoce de verdad y que cree, sin duda, en la necesaria posibilidad de la falta que no de la traición, y en el perdón, como fundamento de una realización, también, personal.

Por ello, qué bueno que pudiéramos aprovechar las oportunidades que nos ofrece la Cuaresma, para que viviendo en la comunidad de la Iglesia, de la parroquia, y atendiendo la oportunidad de la escucha de esta palabra de Dios que invita, y llama a la reflexión del pecado, y a la aceptación real de su existencia y de que lo cometemos nosotros, y que por ende pecamos, y nos aceptemos pecadores. Fijaos que la condición necesaria para el perdón es este aceptarse como pecadores, porque de aquí al arrepentimiento no hay casi nada, y este tamtién es necesario al perdón de Dios. Y esto es lo que normalmente esperan los hombres ofendidos, arrepentimiento del ofensor, y que le pidamos perdón. Y si este tiene el rescoldo de la piedad, y puede dirigirse a su Dios pidiéndolo perdón de su pecado, Dios que perdona siempre, al que se lo pide, estoy seguro de que inmediatamente le dirigirá al ofendido, y le hará pedir perdón. Por otra parte ¿donde quedaría el camino a la madurez humana, sin esta condición necesaria del perdón?

Desde este punto de vista, ya veis, que el perdonar es fuente de paz y de amor para la familia. Y que sin ello es muy difícil, por no decir imposible mantener el vínculo familiar, y salvar el corazón de nuestra propia existencia, en comunión de amor. Ahora bien, como hemos visto, no se puede vivir esta experiencia maravillosa del hombre amando, sin el recurso espiritual, que nos refiere directamente a nuestro Dios, porque El es el amor y todo amor viene directamente de El, como nos dice San Juan. Por ello, este apóstol insiste en que no es posible amar a Dios si no amamos antes al hermano. Es decir, si no nos amamos mutuamente como hermanos.

Y este amar profundo, si cabe, es también la fuente del perdón, y de la alegría que él implica en los que se aman al perdonarse, porque en nuestros límites, que debemos conocer todos, y que de hecho tampoco se da en múltiples circunstancias, y casi todas pasan por el abandono de Dios, vemos que la posibilidad que tenemos de caer, es un hecho muy real, y que, en el amor, incluso se pide ayuda al que se ama, para no caer en esa falta que constituye el pecado, y nos podemos perdonar, si de hecho se cae. Porque el amor vive siempre del esfuerzo por no caer, y este esfuerzo en comunión, y la decidida voluntad de trabajo por ser hombres y mantenernos fieles, convence al amor, y a Dios de que somos verdad, y de que queremos madurar, y esto pide siempre, en una caída, un verdadero perdón. El perdón, así, como dice otro autor, procede de un nivel más profundo que el de las palabras; cuestiona nuestras actitudes, disposiciones y hábitos, y tiene un gran valor educativo.

Bien, mis queridos lectores, creo que debemos hacer ese esfuerzo por conocernos ante Dios, para que este amor y conocimiento mutuo, en el hogar de un buen matrimonio cristiano, nos lleve más a la realidad de nuestro ser, para entenderlo como es, e intentar cambiar lo que no vale la pena humanamente. Perdonarnos, entonces, como pareja, sería mucho más fácil, a no dudarlo, y más cristiano, desde luego.