El orgullo

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.   

 

      


Aquí tenéis un tema también interesante que vale la pena hablar de él. Muchas veces oímos hablar de tales o cuales hombres en la idea de que son orgullosos, y por supuesto, dejan en eso de hombres orgullosos, un dejo de desventura que nos reafirma en la idea de que el orgullo es francamente desatinado, pudiendo ser, de alguna manera, un punto clave de la personalidad, no voy a negar que hay algún orgullo sano, pero lo cierto es que sobreabundan aquellos que dándoselas de orgullosos, ofenden a los demás, cosas que nos parecen inverosímiles, y como que, a pesar de todo, tenemos que aguantarnos con ellas,... sin embargo, parece que lo mejor fuera, saber perfectamente a qué atenernos con esto del orgullo y ponerlo en su sitio.

Lo orgulloso precisamente, no es un rasgo caracterizado del “distinguido”, por ejemplo. Este tiene la conciencia de su raigambre propia en el universo, es decir sabe estar en cada caso, y la percepción, por los demás, es por cierto muy adecuada a la realidad que nos da de sí mismo. “Esta conciencia nada tiene que ver con el “orgullo”, pues el orgullo es la conducta que resulta justamente de haber experimentado una disminución en esa conciencia ingenua del propio valor, de donde se deriva una afirmación especial, artificial, del propio valor, un acto de aprensión y de defensa reflejas. El orgullo descansa siempre, por tanto, en una mengua de esa conciencia natural de sí mismo”. (Max Scheler El resentimiento en la moral pg. 34)

El orgullo es, pues, una disminución que ha experimentado, de una manera, en su conciencia ingenua de su propio valor, la persona que lo vive y proyecta, lo que nos quiere decir que no está en sí, ni es muy reflexiva, que digamos, esta manera de reaccionar y proceder prácticamente en contra de todos, pues no es nunca humana una forma de comportarse, tan corriente y destructiva, que ofende y humilla en nuestro mundo cultural y familiar, porque de hecho no se sabe estar en la situación del momento y se vive inconscientemente en la ingenuidad de un paraíso irreal, que no satisface a nadie, pero llena al orgulloso. Por otra parte es muy normal esta disminución del valor de la persona orgullosa, pues se evidencia su falta de interés por las personas de la casa y del mundo en que se vive, pero sobre todo de la esposa, lo que deja como resultado una disposición general del hogar bastante inadecuada a la esperada en un matrimonio que funciona como tal. Se asegura también la artificialidad de estas vidas, que no pueden entender o no quieren, la norma natural de hacer y desenvolverse en el medio en que se mueven, y que se requiere, por otra parte, en un buen matrimonio, una modesta igualdad en la apreciación del valor de cada uno, que no da para esa intempestiva y fuera de situación, que supone esa creencia de sentirse superior a todos, sin fundamento, que el soberbio orgulloso lleva siempre consigo.

Esto es muy parecido al “yoyeo” de muchos entre nosotros, que tan abundante es, y pedante nos cae, pero que a pesar de todo, no vemos el día en que esta situación desaparezca por incongruente, e inoportuna, y deje en su lugar la deseada sencillez de corazón que tanto da de sí en la apreciación de las personas que se estiman, además de levantar la calidad de la reunión, y darla el mejor sentido en cada caso.

La arrogancia, la vanidad, hoy día, se ven muy mal, incluso en el templo de una personalidad que por haber nacido en cuna de sangre azul, pide y exige el respeto de todos a su regia sangre. Hoy no hay más sangre azul que la roja de cada hombre que lleva como orgullo el resultado de su esfuerzo, de su entrega a su oficio, como dirían los antiguos, y la apetecible gloria de su responsabilidad en cada situación vivida, desde la que sin hablar, pero haciendo, recibe la mejor alabanza de la sociedad que necesita de su mano responsable y segura, para nutrirse y madurar.

Por qué no hacer desde esa noble actitud de poder reconocer hasta los valores agenos, bien conscientes de que ellos son el camino que nos hace andar entre los otros, con la hidalguía del que todo lo tiene, en una conciencia muy clara de nuestra pequeñez, pero que nos hace ricos y poderosos en la mente de los que observándonos, no tienen más remedio que alabarnos, poniéndonos, además, en el pedestal de nuestra propia dignidad. Y qué bien nos sentimos en momentos como estos... “Pero aquel ingenuo sentimiento del propio valor, que acompaña el valor como el tono a los músculos, es justamente lo que permite al distinguido apropiarse tranquilamente los valores positivos de otros, en la total plenitud de su sutancia y de su configuración; es lo que permite conceder con liberalidad y largueza esos mismos valores al prójimo”.( Max Scheler obra citada pg. 34).

Hoy, no me cabe la menor duda, necesitamos estos hombres “distinguidos” de que nos habla Scheler, y mejor aún el Evangelio. Qué caballero andante más auténtico y solvente, hasta con la propia naturaleza, fue nuestro Francisco de Asís. Qué hombre más “distinguido” que hasta sus propias palabras acogían, como venidas del verdadero ordenamiento interior del Cosmos, los lobos y alimañas de la selva, y los hombres, sus hermanos, no acababan de alabar a su Dios, viendo el hacer coherente, y sobre todo humano, de este hombre de Jesús.

El ordenamiento interior del Cosmos lo hemos perdido del todo, y ya no somos capaces de oler el buen sabor que ese orden sentido y realizado, ha podido dejarnos en el Cosmos, y que ha orientado a muchos hombres buenos que en el mundo han sido, pero mejor aún a nuestros corazones, pues no me cabe la menor duda, de que desde ahí, podríamos encender esa luz tan necesaria en nuestro medio actual, y aliviar la desfachatez de tanto orgullo herido y nunca satisfecho, que hoy mata hasta los recuerdos más tiernamente sentidos, como pueden ser aquellos en los que conscientemente nos constituíamos en familia.

No es fácil hoy clarificarnos en palabras transparentes y diáfanas para explicar nuestro ser a la familia. Cosa tan natural por otra parte. Todo aquello que debiera ser entendido a través de la pura y auténtica paternidad o maternidad y filiación, debe ser con frecuencia prácticamente arrancado, en un ansia de encontrar los caminos perdidos de un humanismo feliz, previsto y gozado, tal vez, de antemano en nuestras vidas, y por ende privado ahora de esa fluidez que deben tener todos los actos internos de una familia, y llevados sin posibilidad de esperanza, casi a la nada de la invasión del ser que implica todo fuerza hecha a la persona inadecuadamente. Así, esa comunicación espiritual y psicológica, corriente eficaz del ser familiar, se diluye y desparece, como alma que se lleva el viento de la insensatez y del olvido que el propio orgullo, sin sentido, favorece.

Y es que, claro, es muy difícil comunicarse con un ególatra que no alienta desde esta actitud, otra aspiración que alimentar su negro orgullo, en el que descansa el ser fatuo de un hombre que por ser incapaz de aceptarse a sí mismo, se hace un nudo psicológico, que le cierra del todo a la verdad, y así es posible verle con dolor que camina en la oscuridad de su ser, incluso sin aceptar lo que evidentemente vemos todos, que es soberbio y orgulloso, sin dejarse ayudar, lo que nos lleva a una especie de tornillo sin fin, que en la incomunicación se rompe, y anula el corazón de la unidad que se debe vivir cuando se aspira a construir una familia.

Esta es una actitud ciega que dinamita la seguridad del ser, porque de hecho se nos parece a la riqueza absurda del que cerrado a los demás construye un mundo que se trabaja, y se asimila como si fuera algo, pero que por no ser así, le va dejando cada vez más vacío de si mismo, le borra de tal manera la referencia a su mundo interior, que le hace imposible conocerse como hombre, y le enloquece al desesperarse en la imposibilidad de construir, tarde ya, senderos de paz y comunión, necesarios al hecho de ser humano y padre o madre de familia responsable. Y si hay algo que cierra a los demás es precisamente la actitud del orgulloso, que ingenuamente se cree ser alguien, pero el desconocimiento adecuado de su propio valor, le cierra los caminos que habitualmente le están abiertos al hombre cuerdo, y le hace un ser virtual, digámoslo así, irreal, en nuestro mundo de hoy, y yo diría, de siempre.

Qué bien nos vendría a todos proclamar como María el Magníficat, para dar gracias a Dios de una vida cumplida al aire de la sencillez que atrae, no solo los dones de Dios, pero hasta incluso las indulgencias de los hombres. María canta las grandezas de su Dios porque ha tenido en cuenta la humildad de su esclava, pero, tambien nos dice, que el Señor rechaza a los soberbios de corazón. Es decir, seamos sinceros, el orgulloso, no cabe ni en el cielo, ni en la tierra, y da mucha pena decirlo, cuántos lo son toda su vida, sin pensar en el mal que hacen a la humanidad, y se hacen a sí mismos.