El espíritu santo y la familia

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.  

  


Mañana, 3 de Junio, estaremos celebrando la venida del Espíritu Santo, una fiesta preciosa, que por otra parte nosotros, estamos olvidando, cambiando su espíritu, y por ello se nos están enfriando y dispersando las condiciones más humanas, en orden a dar de nosotros lo mejor que tengamos en nuestro ser. Una fiesta que dice relación a lo más hondo que el hombre tiene, su espíritu. El espíritu que nos diferencia de todo lo que deberíamos dominar, y que nos hace reyes, al ponernos por encima de todo lo que no piensa y que alienta bajo la realidad del sistema, o del instinto, levantándonos a lo humano, semejanza de Dios, que nos hizo...

No cabe la menor duda de que nos falta hoy el Espíritu de Jesús, para alentar nuestras empresas, y sobre todo, para dar vida al mundo de tantas ilusiones que durante mucho tiempo han estado empujando la realidad de nuestra comunidad hogareña. Ahora, más bien, nos parece todo lo que hacemos, hasta extraño, tanta es la diferencia que tenemos entre nosotros y nuestros diálogos, como pareja. Nos sentimos sin fuerzas para alentar, ni siquiera un intento de abertura, que facilitara nuestros horizontes, porque estamos seguros que tenemos al diablo, al enojo, a la huida en estampida por respuesta, y otra vez, solos, nos vemos incapaces de resolver los problemas, que se nos van presentando diariamente, pero que la conciencia nos dice, en cada momento, que nos alejamos de una solución humana, que satisfaga lo más profundo de nuestro ser, y nos levante la cabeza al mundo de la creatividad que nos da, precisamente, el Espíritu de Dios.

Siento que hasta estamos negando a nuestros hijos la más legítima oportunidad de ser ellos mismos, cuando no les permitimos el menor esfuerzo, ni alentamos ese cúmulo de emociones y aspiraciones que todo joven lleva consigo y que solo espera el aliento y el empuje de los que con él viven, para echarse a la mar de los intentos, y sentirse gozando los halagos del éxito posible, un mundo nuevo, su mundo, ya casi en las manos, y dispuesto a pasearse con ellos, con la superación de si mismos en sus vidas y futuros... 

Pero nuestros hijos no deben padecer nada en esta vida, ya padecieron, quizás, sus padres por él, nos decimos. Y vamos viéndolos crecer, contentos, porque se mueven en el dulce “far niente” de un mundo que nos da, en principio, la apariencia de fascinante, y fascinación, pero acaba por devorarnos, si no sabemos cómo defendernos de su mugre que huele, y que nos devuelve con frecuencia a casa, nuestros hijos, vacíos, o con el alma rota del sida, o con la pestilente lacra de las drogas que los hace hijos perennes de sus sueños, cada vez más fuertes y más sueños, hasta alejarlos, del mundo en que vivimos, llevándoselos de nuestra, ahora triste realidad, también, insolvente, como lo fueron esos empeños de formar a nuestros hijos, desde el sin sentido del “dulce far niente”.

No hemos aprendido que el Señor corrigió a Pedro de sus andanzas facilonas por la vida. Pedro pretendió formar a Jesús en su estudiadas maneras de pasar la vida entre grandezas sin esfuerzo, lo mismo que nosotros cuando solo reaccionamos desde el presente deborador del consumismo, que no conoce la fatiga y el cansancio del responsable, que experimenta que subir cuesta, y moverse, puede hacernos sudar.

Venían los apóstoles predilectos de Jesús, ya de vuelta del monte de la Glorificación del Maestro. Allí habían oído del Padre, que El, era su Hijo muy amado, y nos pedía obediencia para El. Cristo entonces quiere instruir a sus apóstoles y comienza diciéndoles que el Hijo del hombre va a ser juzgado, crucificado, muerto y al tercer día resucitaría. Pedro no piensa de esa manera, y quiere impedirle, lo que ha escuchado que va a suceder. Piensa que las palabras de Jesús son el batiburrillo con que nosotros a veces queremos expresar nuestras confusas ideas, exigiéndolas como verdades de a puño. Pero el Señor le corrige profundamente, haciéndole ver que ese su pensamiento no tiene consistencia humana, menos divina.

Así nosotros a ratos o casi siempre huimos del esfuerzo necesario a toda superación humana. Lo queremos fácil, como Pedro le dice al Señor. Y lo hacemos así, porque nos falta el Espíritu de Jesús, conscientes de que eso, no lo puede aprobar, ni el Señor, ni nuestra conciencia. El Espíritu santo que mañana nos viene, si vivimos la gracia lo tenemos con nosotros, es el don de Dios por excelencia que el creyente recibe gratuitamente y que influye en toda su existencia. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom. 8,4).

Fijémonos en lo que acabamos de decir. El Espíritu del Señor influye en toda nuestra existencia. Deberíamos ser bien distintos según esto. Porque todo cristiano tiene que ver y saber que esto es verdad. Pero nosotros, a estas alturas, no somos capaces de comprender esta realidad, y menos de darla el sentido más profundo para nuestras vidas. Si miramos lo que sucede a los apóstoles nos daremos cuenta de la profunda y única actitud que este Espíritu crea en ellos, de manera que de tímidos y con miedo a todo lo que les rodea, les convierte en temerarios y atrevidos, ante un mundo que, hasta hace un momento, les podía. “De pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento que llenó la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, las que, separándose se fueron posando sobre cada uno de ellos; y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse”. Y Pedro, y los demás apóstoles que le acompañan en este maravilloso momento, Pedro, el tímido, que huye el sacrificio porque tiene miedo, mirad cómo se expresa: “A ese Jesús que hizo milagros y prodigios y cosas maravillosas como Uds. saben. Udes. lo entregaron a los malvados, dándole muerte, clavándole en la cruz...A Él Dios lo resucitó...”(Hechos 2, 23-24). Parece increíble, pero es el nuevo modo de ser, el nuevo estilo, que da el Espíritu que mueve a Pedro y realiza las maravillas, que antes no eran posibles, de la creación de la Iglesia.

Vosotros creéis,... que si a este Espíritu, lo recibimos con fe, no va a realizar por nosotros las mismas y maravillosas cosas que realizó a través de los apóstoles?

Vivamos la novedad de esta maravillosa fiesta de la venida del Espíritu Santo. El impuso la comunidad de la Iglesia. Pidámosle con confianza que realice en nosotros las finuras de su estilo. Y veremos que nuestras vidas empezarán a cambiar. Lo que hasta ahora era difícil, seguirá siéndolo, qué duda cabe, pero nuestra actitud cambiará, y desde dentro arrancará la fuerza que dé sentido a todo lo que cada día hacemos, e Irán desapareciendo nuestros vicios que nos separaban, y con la fuerza de este Espíritu, que nos acompaña día y noche, lo que nos parecía imposible, empezaremos a ver caminos que llevan a la verdadera realidad humana, relacional e incluso, testimonial del valor del Espíritu que crea la comunidad. Al entendimiento y abrazo de la pareja, unid, en un perdón amoroso, vuestros corazones, y que ello nos traiga la paz, tan necesaria, a nuestros hogares, soñadora de nuevas aventuras creadoras.

¡Oh, bien venido seas,
Paráclito eternal, que con tus dones
nos nutres y recreas.
Lluevan tus bendiciones
sobre nuestros contritos corazones.

Si alguna vez caemos,
tú a levantarnos ven, y Tú nos guía
y alumbra si no vemos,
y si el pecho se enfría,
ven tu y calor santo en él envía.

Ven y nos fortalece,
si alguna vez nuestro valor flaquea,
y tu ley enderece 
el pie, si se ladea,
si tímido se para o titubea.

El fuego centelleante, 
que sobre los apóstoles ardía
al pecho de diamante,
al alma seca y fría,
ablande y dé calor en este día.

Y unidos y enlazados
en tus lazos, Amor omnipotente,
de pueblos apartados
haz una sola gente,
un corazón, un alma solamente. Amén