Educar Hoy

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F. 

 

 

Educar es una realidad que nos hace mucha falta, y que cuando lo pienso, me estoy convenciendo de que lo hacemos, cada vez menos, o no lo hacemos en absoluto.

Hace unos días celebrábamos, concretamente el 31 de Enero, la fiesta de San Juan Bosco que fue en su tiempo un gran educador de los jóvenes. El nos dice que trabajó siempre por amor. Y este es el preludio de toda buena educación. Más, diría que no es posible una educación verdadera si falta este ingrediente que, por lo demás, es fundamental al hecho de ser hombres. Y esto nos lo probó precisamente el mismo Cristo que nos dice que ama aquel que es capaz de dar la vida por el amado.

Claro, hoy decir que nos amamos es un dicho que no tiene fundamento, en general. Pues es evidente la dispersión en que normalmente se vive hoy en la familia. No nos vemos, a veces tampoco nos escuchamos, no nos interesan los problemas de nuestros hijos. Y lo demostramos en el poco interés que tenemos por la casa. Llegamos lo más tarde posible, cuando nadie nos oye, ni nos ve. Exagerando un poco diría que nuestros hijos no nos conocen, aunque tienen la ilusión de saber que tienen un padre o una madre, y ello les hace vivir en vilo pensando cuándo recibirán una atención, un cariño, o Dios lo quisiera, un beso de su padre.

Pero cuando llegamos a casa cansados, sin ganas de cenar, porque ya lo hemos hecho en otro momento, y tal vez acompañados por quién nunca debiera haberlo sido, pues como dice el santo, si llegamos para ver a nuestros hijos... “Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez”. (Epistolario Turín, 1959, 4, pg 201-203).

Y es que, lectores, no resulta fácil hoy someternos a un sencillo examen antes de entrar en la casa, esto es como pedirle peras al olmo, que dice nuestro refranero español, para darnos cuenta de la diferente situación en que vivimos; nuestra casa y el lugar del trabajo deben ser connotaciones tan diferentes una de otra, pues contienen asuntos no del todo asimilables, y cuya diferenciación debe ser marcada personalmente por la actitud que debo mantener en casa, centro de mi vivir más fuerte, porque supuestamente allí reside el amor de mi vida, el que hace posible, incluso, que mi trabajo en cualquier sitio parezca normal, porque para una persona enamorada, ese amor debe hacer, en principio, el sentido de su vida, la fuente de sus sueños y venturas, desde donde se perfila y se entiende todo lo demás, de modo que el trabajo es así una condición pensada por los dos, querida y hablada por los dos, y hecha coherente en el diálogo familiar donde se ven las necesidades de cada día, y las posibilidades de levantar nuestras diferentes responsabilidades para engrosar el hogar y hacerlo transparente.

Entonces la educación del uno y el otro, y del uno por el otro, es posible y acaba por hacerse una realidad de vivencias, profundas y personales. ¿Es que no se nos ha hecho evidente que la educación debe asentarse primero, y antes de que vengan los hijos, en ese amor comprensivo del uno para el otro, de manera que entendamos que nosotros mismos nos estamos educando el uno al otro y para el otro, y de esta manera, concienciar y convenir entre los dos, que porque de suyo estamos preparados para amarnos de verdad, podemos traer ahora los hijos para enseñarles a vivir cómo nos amamos nosotros, y del amor que nosotros nos damos?. ¡Qué bello se haría entonces esperar a los hijos que el Señor nos diera!...

Sí, y porque nadie da lo que no tiene, en ese amor se entiende perfectamente que, en la educación de nuestros hijos, no podemos dar lo que no tenemos. Nos veremos diferentes al referirnos a la educación de los mismos, y por ello aceptamos que lo que mamá dice es dogma de fe para el padre, y lo que el padre dice, es criterio de acción para la madre, antes que caer en una contradicción, clara y evidente, de nuestra desunión ante nuestros mismos hijos, y que destruye el principio tan caro de la autoridad dada por Dios.

Es así como se guardan los sentimientos más hermosos de un amor consciente y abierto siempre a la visión del otro, donde el calor del hogar se mantiene al unísono en ese esfuerzo generoso por la felicidad del otro, que amo. Ahí no caben arranques inconsecuentes al castigar, porque, a veces, hay que hacerlo, y sabiendo que es difícil, mantengamos la debida moderación, elemento del todo necesario, para que nadie dude que efectivamente no nos mueve para hacerlo otro criterio que el de la verdad, y el bien de nuestros hijos, que, a su vez, se abren como futuro de esperanzas para un mañana sazonado y,... hasta salgamos adelante con una fuerte expresión de buen humor, actitud positiva, que salva del todo el momento negro, que para un niño entraña, siempre, toda corrección seria. Y, vayamos más lejos, por qué no, avanzar y hacer posible una situación donde se haga necesario el abrazo tierno de los padres a sus hijos es un hecho confortante, cuando después de la corrección, ellos han sabido dar en la diana de su aceptación humilde de los hechos punibles por sí mismos. Nunca debiéramos dejar en el corazón de nuestros hijos el más mínimo sentimiento de duda en la justicia de lo que hemos hecho, y menos, todavía, resabios de rencor que roe los mejores sentimientos mutuos y destroza la seguridad de la autoestima, tan necesaria para todo hombre que se precia de serlo.

Educar no es fácil hoy. Y es difícil sin duda por el hecho de haber abandonado, casi del todo, los principios cristianos en donde aprendimos que servirnos es regla de vida y de honor... y, sobre todo, nos enraizamos en el sentido del don, porque es verdad, uno tiene que saberse que es don para los demás, y gozar al mismo tiempo el hecho de poderse hacer alegría en los demás, palabra en los que no la tienen, presencia en los que nunca la han gozado, poniendo la diferencia a ese aburrimiento, que como si fuera natural, nos contiene, y erosiona y ata en nuestras reuniones, tan aburridas a ratos, de tal manera que volver a nuestras casas, es el resorte último, para no hacer saltar por tierra esos principios, que nos han mantenido como hombres abiertos al toque de la gracia y el encanto que pone Dios en nuestro interior personal.

“No somos seres calculables. El creyente no debe abandonar sus deberes de racionalidad. Pero él está ahí también para decir que el hombre por más que se construya con la racionalidad, el sentido, la afectividad y la acción, ha de contar también con otra cosa. Sin la función de la ciencia y de la razón, el hombre quedaría a merced de la sinrazón, del absurdo y de los falsos dioses. Sucumbiría a la locura. Pero existe también la parte de lo infinito, de lo no finito. Si uno no la acoge, malvivirá” nos dice Adolphe Gesche en su obra “Dios para pensar, el mal, el hombre”, pg. 206.

Es precisamente la calculación por las mil y una cosas que el mundo y la cultura nos ofrecen hoy, y el olvido de lo nuestro, lo que nos ha ido apartando del ser humano en cuanto tal, enseñándonos a malvivir, para encontrarnos pateando por los corrales de la malversión humana, hasta encerrarnos en nosotros mismos incapaces de sentir, menos de amar. Educar así se nos ha hecho una misión casi imposible.

Espero que estas líneas nos hagan pensar un poco en la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos, acogiendo la bondad del que nos ama y se entrega por nosotros. La fuerza de su Espíritu al final, dio sentido a lo que El esperaba de los suyos, y fue posible el encanto de unos apóstoles vivos por el principio del don, fuente de toda educación.