Con el mal a las espaldas

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.   

 

 

Pues es cierto, el mal nos rodea y hasta nos cubre de tal manera que ya no sabemos qué hacer con él, y por supuesto, nos acompleja, de forma, que uno puede preguntarse: ¿Habrá desaparecido el hombre que Dios creó, o nos encontramos, solos, en la lucha contra este fenómeno, el mal, que después de todo, y en todo momento, nos destruye y deshumaniza? Claro, esta situación le tiene que hacer pensar al hombre, en sus múltiples intentos de reorganizarse personalmente, cosa, por cierto, muy legítima, y hasta de encontrar una solución potable a este gran problema, nada fácil hoy, ante el que debe confrontar su vida, si quiere sentirse hombre, alguna vez.

Desde luego, el mal es lo más monstruoso que existe, por más que hoy como que no lo creemos y tratamos de darle socialmente, y, a veces, hasta desde el hogar también le negamos su importancia, pero, en verdad, es lo peor que le haya podido suceder al hombre. Y de que existe, y no nos lo hemos inventado, no hace falta ir muy lejos de nosotros mismos, para saberlo, nuestra experiencia es quizás el mejor testigo de ello, además de que podemos mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta del poder, casi absoluto, que, hoy, el mal tiene sobre nosotros, y nuestro medio, y cómo nos maneja.

Existe pues, ese mal que llamamos subjetivo y que responde a nuestro sentido de culpabilidad por lo mal hecho, desde nosotros y por nosotros, o por el mal que hacemos a los demás, por el que nos vemos sucios, que me decís muchas veces, sobre todo las mujeres. Nos sentimos culpables, no solo porque hemos hecho mal las cosas, por lo que es correcto sentirse así,-- psicológicamente sería nocivo a la persona no sentir esta responsabilidad, y hoy, hay jóvenes que han perdido el sentido del mal y del pecado,-- sino, sobre todo, porque en nuestra cultura occidental le hemos dado una excesiva importancia a esto de la culpabilidad, y nos ha importado mucho menos, en muchas ocasiones, la víctima. Casi que en nuestra sociedad, incluso, en nuestros hogares, lo que más nos urge es encontrar el culpable ya, y ya entonces nos quedamos tan contentos, me atrevo a decir, y como que en nuestra conciencia tiende a desaparecer el problema del hogar; pero si vemos las cosas un poco más hacia dentro, nos daremos cuenta de que hace falta algo más, para contextualizar el problema total de nuestras casas. Porque en verdad, quién se ocupa de la soledad y el rencor de esa víctima culpable. Yo diría que nadie, o casi nadie. Pero si no sabemos alargar la mano, como hacia siempre Jesús, “vete y no peques más”, ¿quién nos asegura que el mal se ha ido de nuestro medio íntimo? El mal lamentablemente está muy dentro también de nosotros, y no podemos contentarnos con señalar al culpable, porque, si mi mal puede tener parte en el problema que tratamos de corregir, y no pongo absolutamente nada desde mí mismo para que ello se arregle, estoy completamente fuera del citado problema que quiero arreglar, y peor aún, entonces estoy siendo el hipócrita maduro, que no llega a ninguna parte, porque ni siquiera es capaz de presentarse al problema con visos de solución, y confrontarlo con su verdad, y sí sólo, con ganas de echarle a uno, al otro, la culpa, y esto es ya, muy antiguo, y hasta perverso.

También existe el mal objetivo. Del que nosotros no podemos responder, pero que nos hace pupa, y está ahí. Ese mal a menudo nos puede y nos avergüenza. Qué podemos hacer contra un huracán, un terremoto,... más quizá contra una guerra, pero convengamos que por nuestros múltiples egoísmos, aún esto nos derrota. Pero ... y esos cataclismos de que tanto nos ha hablado el siglo XX, como la muerte de millones de judíos, solo porque lo fueran,... o ese comunismo ruso que nos somete al yugo de su poder y nos aplasta, porque nos hace sentirnos gusanos y no hombres,... eso, mis queridos lectores, ofende a la humanidad entera. Y las injusticias sociales de cada país, y las divisiones, muchas veces confrontantes, de los ricos contra los pobres... Y aquí nosotros hemos hecho poca cosa, por aquello de entretenernos en la búsqueda del culpable... La Iglesia sí se ha preocupado de encontrar soluciones, con sus múltiples asistencias y servicios hospitalarios o de enseñanza, etc, pero convengamos en que tampoco ha sido suficiente, y como que el mal nos sobrepasa y cubre, y lo más triste es que prácticamente hemos hecho inservible el contexto real de la caridad, suplantado hoy por el de justicia, con las consecuencias negativas a nuestro contexto de responsabilidad humana, y del todo insuficiente a la salvación del hombre.

Ese es el mal. Y ¿de donde nos viene? Y la verdad es que cuando el hombre salió de las manos de Dios, el mal no existía. ¿Quién es pues, el Señor del mal? Y de nuevo, es, que tampoco lo es el hombre. Si nos atenemos al relato de la Sagrada Escritura vemos que allí aparece la figura de la serpiente, que en las culturas orientales era símbolo de la sabiduría y de los poderes mágicos. Ella, que para nosotros es el demonio, es realmente el culpable, el inventor del pecado, el creador del mal. El hombre fue engañado. Esa es la realidad. Digamos entonces que el mal no es sustancial al hombre, que el mal es exterior al hombre, no viene de nosotros y por ello felizmente podemos luchar contra él y dominarlo. Esto es grande. Porque es cierto que nosotros somos culpables porque lo consentimos, y eso es una culpabilidad de responsabilidad porque podíamos haber no hecho eso. Mejor, nuestros padres, Adán y Eva, podían no haber hecho como hicieron. Pero también, es verdad que, así las cosas, podemos derrotarlo: “Por esto que has hecho”, dijo el Señor a la serpiente: “maldita serás entre todos los animales... Haré que tú y la mujer sean enemigas, lo mismo que tu descendencia y la suya. Su descendencia te aplastará la cabeza y tú morderás el talón”. Y el Señor no maldijo al hombre, - y qué importante es esto frente al fatalismo, por ejemplo de la filosofía griega, ante el mal del hombre; Dios no es el Zeus de Prometeo, al que castiga inmisericorde y para siempre, o del dualismo agnóstico que hace al hombre sustancialmente malo, y ahí, por supuesto, lleva su castigo,- y sabemos que Cristo, el hijo de María, cumplió esta promesa en su entrega, antípoda de lo que fue el pecado. Y con su amor nos salvó. Ya que su muerte fue, como él mismo dijo, sacrificio y resurrección por y para todos los hombres. Y aquí brilla el amor de Dios sobre nosotros, y en Él podemos vencer al mal, porque el mismo nos dijo: “hijitos míos, no tengáis miedo al mundo, yo he vencido al mundo”.

Entonces, mis queridos lectores no es verdad que el mal nos puede, ni tampoco es cierto que el hombre está derrotado para siempre, y es cierto que debemos levantar la cabeza, como cristianos, porque no hay camino más seguro para el hombre y su alegría, y su responsabilidad humana, al margen de errores que nos vienen de fuera, y que quieren dejarnos en la hipótesis destructiva de un mal que nos atenaza y no nos deja ser nosotros mismos.

Cuando uno lee a fondo el Evangelio se da cuenta del valor consciente de la acción de Cristo, Señor nuestro. La parábola del buen Samaritano es una fuente de eternos conocimientos salvíficos. Ahí no se habla prácticamente del culpable para nada, y sí solo de la víctima y su relación con su prójimo que le salva y le cuida y le venda y le limpia y paga por él. Y a Cristo en su muerte, desde la Cruz, le oímos: “perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y cuando cura al paralítico, primero mira su situación interior para decirle “perdonados te son tus pecados”, y después: “toma tu camilla y vete a tu casa”. Y esta es la actitud del verdadero cristiano frente al mal, el subjetivo y el objetivo, para desde su amor, saber darle a cada uno, según sus necesidades, su entrega sincera y abierta, desde la responsabilidad, porque ya Cristo nos dejó claro, que El se entrega por nosotros.

Es por tanto exigente que abramos los ojos a la realidad de nuestro mundo actual y su cultura, desde este optimismo que, de hecho, nuestra creencia aporta a la humanidad. Optimismo, que, de paso, debe llenar nuestros corazones de alegría, en la seguridad que nos da la fe, de que podemos luchar contra este factor, hoy inmenso en nuestros medios, y poder vencer, si desde adentro damos las respuestas a la vida que nuestro Cristianismo pide, que nuestra conciencia, arropada por la experiencia de Cristo en nosotros, exige, y por la necesidad que de este triunfo tenemos, para mirar con conciencia de responsabilidad realizada el futuro de nuestra humanidad.
Me parece, incluso, que hoy el mundo sería diferente, si quisiéramos entender el camino de la verdadera alegría, porqué no, claro que sí, y a pesar del mal, y plantados contra el mal, en esa autoconciencia de seguridad en la autoestima que la paz de Cristo aporta. Esa fortaleza nos la da Él, que ha vencido para siempre el mal y el pecado.