Domingo de la Santísima Trinidad, Ciclo A

Tanto amó Dios al mundo...

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¡Gloria, alabanza a Ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! Estas palabras son un eco breve del Gloria que hemos cantado o recitado en los ritos iniciales de la celebración. Ante el misterio del Dios en quien creemos y al que confesamos no hay gesto mejor que la adoración ni palabra mejor que la alabanza. Desde diciembre, la liturgia ha recorrido la historia de la salvación: en Adviento hemos recobrado el tiempo cuajado de promesas; en Navidad, la presencia entre nosotros del Emmanuel; en Cuaresma, las llamadas insistentes a la conversión que Dios dirigió a su pueblo y las anticipaciones del misterio pascual; en Semana Santa y Pascua, la obra del amor redentor de Dios, la presencia del Señor resucitado en la vida y misión de la Iglesia, las distintas facetas del misterio de Cristo y de su significación para nosotros; en Pentecostés, el don del Padre y de Cristo resucitado al pueblo definitivo de la alianza, la llegada del tiempo final en que Dios envía su Espíritu, un adelanto de reunión de todos los pueblos y la misión universal que de ahí nace. Hoy recapitulamos toda esta dispensación divina considerando la fuente misteriosa e inagotable de la que mana toda esta historia de salvación: el amor del Padre, la gracia de nuestro Señor Jesucristo, la comunión del Espíritu Santo.

El evangelio de hoy nos invita a contemplar el amor del Padre, un amor tan subido y tan universal, un amor tan intenso en grado y tan extenso en perímetro, un amor tan directamente proporcional en calidad y cantidad. Lo contemplamos en su gesto de entrega, porque amar es entregar y entregarse; lo contemplamos en su grandeza, pues la grandeza del amor se manifiesta en la grandeza del don; lo contemplamos en su objetivo: que tengamos vida, que esta vida no sea precaria y fugaz sino plena y definitiva, que sea una real participación en la suya. Escuchemos un relato que puede ayudarnos a hacernos una idea de este misterio de amor:

«En un país sin nombre y sin mapa se declara una enfermedad mortal que se va extendiendo sin que nadie sepa cómo curarla. Comienzan a llegar noticias breves de la plaga a los grandes países del primer mundo, pero nadie se preocupa porque la región está lejos y la raza es distinta. Y crece la epidemia.

Un día saltan los medios informativos de los grandes países. Se ha detectado un caso de la enfermedad en Europa. Otro en Estados Unidos. Otros por países industrializados. Cunde la alarma. Urge aislar los casos, evitar la epidemia, encontrar el remedio.

Aumentan las cifras, cunde el pánico, se acelera la investigación. Por fin se averigua que existe un antídoto de la plaga, y ése puede encontrarse en la sangre humana, aunque con mucha dificultad, aún no se sabe de ninguna persona que lo posea. A partir de ese antídoto se podría elaborar inmediatamente una vacuna y se salvaría toda la raza humana. Pero ¿dónde encontrar al poseedor de esa sangre redentora?

Se examina la población entera, y al fin se encuentra a un niño pequeño en cuya sangre está el valioso antídoto. Se necesita el permiso de su padre para la donación de sangre de su hijo. El padre ofrece plena cooperación, y pregunta a los doctores cuánta sangre de su hijo hará falta para fabricar la vacuna. Los médicos investigadores se miran unos a otros en silencio porque saben la respuesta, hasta que uno de ellos dice con voz muy suave al tiempo que muy clara una sola palabra: "Toda". El Padre mira al Hijo. El Hijo mira al Padre. Y los ángeles recogen la sangre del Calvario» (Carlos G. Vallés).

Al final, las palabras del relato se escriben con mayúscula inicial, para que no nos confundamos sobre la identidad de ese padre y ese hijo. Y la última frase nos remite a un lugar muy concreto en el que hemos de clavar una y otra vez la mirada. Y nos damos cuenta de que el relato que se nos estaba contando era un plagio descarado de ese acontecimiento que sujeta y redime toda la historia humana, todos y cada uno de sus días.

¡Gloria, alabanza a Ti, santísima Trinidad, único y eterno Dios!