Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

El que me come vivirá por mí

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

"El que me come vivirá por mí". El cuarto evangelio está cuajado de revelaciones que Jesús hace de sí mismo y de lo que significa para nosotros. Es constante la relación que establece entre su persona y el Padre y entre su persona y nosotros. Todas esas revelaciones, en su significado humano, se reducen a una: "Jesús es el gran manantial de la vida y el gran cauce de la vida para nosotros". En los nueve versículos del pasaje evangélico de hoy aparecen expresamente nueve veces palabras de la misma raíz: "vivo", "vida", "vivir". Jesús se revela como el pan vivo, el que da vida eterna, el pan que otorga vivir para siempre. La vida que él comunica no es limitada y precaria, sino plena y definitiva. Realmente plena, colmada, de modo que quien está en comunión con él puede decir con toda verdad: "Esto sí que es vida"; y lo podrá decir con más fuerza todavía cuando llegue a término su camino en este mundo. A lo largo de todo el ciclo litúrgico lo hemos contemplado como la Vida presente en nuestra tierra de penumbras (Navidad), como el dispensador de vida a través de todo su ministerio, como el Viviente que tiene poder para dar la vida y tiene poder para recuperarla (Pascua). La vida que comunica es definitiva; por eso podemos confesar: "Contigo / venceré siempre al tiempo / que es mi enemigo". Y sólo él, el Señor, puede procurarnos esa vida. Sólo él es el pan supersustancial que se nos entrega día tras día, jornada tras jornada, en esta peregrinación que vamos haciendo.

Nos da su cuerpo y su sangre. De nuevo ahora, después de los tiempos de Navidad, Cuaresma y Pascua, podemos comprender lo que quería decir con esas palabras. El Señor que tenía poder para dar la vida y para recuperarla; el buen pastor que la dio por nosotros, sus ovejas; el Señor resucitado, que venció la muerte, es el que ahora, desde su gloria, se nos da como alimento de vida. Con su humanidad transfigurada y gloriosa, se hace presente y hace presente su Pascua en medio de nosotros, en los dones del pan y del vino. Toda su historia y toda su persona, su cuerpo y sangre, su alma y divinidad (como decíamos en el catecismo) se hacen actuales en estos dones. La eucaristía es así el compendio y condensado de toda la historia de Dios con nosotros, la recapitulación de todos los gestos y entregas de Dios.

El pan que da Jesús es su carne para vida del mundo: así de universal es su donación; el que lo come, vive por él: así de personal es esta donación. Como sucede con el amor de Dios, así sucede con la entrega de Cristo: llega a todos sin excepción, a nadie se discrimina, y la única frontera que se le puede poner es la de la propia libertad. Y llega a cada uno personalísimamente, porque en cada uno de nosotros se da ese anhelo de vida y cada cual lo vive a su modo. De cada cual depende acoger este ofrecimiento. Si lo aceptamos, suscitará en nosotros entrega y servicio, concretos y a la vez abiertos. Y así, por este cuerpo y sangre del Señor, habrá verdadera comunión y la Iglesia será imagen de su Señor e imagen de la Trinidad.