Místico y político, René Leyvraz

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez      

 

 

René Leyvraz (1898-1973) es, por la época de la primera Gran Guerra, un joven estudiante suizo de la Escuela Normal (escuela universitaria de formación del profesorado). En él se produce lo que con tanta frecuencia observamos en nuestros días: el abandono de la tradición religiosa en que se ha intentado educar a niños y jóvenes. Había recibido su primera formación cristiana en una comunidad campesina valdense; pero luego lo marcarán el librepensamiento, una crítica bíblica imbuida de cientismo y una filosofía materialista que dominaba los ambientes culturales del momento. Bajo todas estas influencias pronto se volverá ateo.

Una opción insuficiente

En efecto, el cristianismo representa para él una "inexpresable confusión intelectual", mientras que el materialismo le habla "sin rodeos ni maniobras, con toda lealtad". Dirá en uno de sus poemas: "No creo, Cristo, en tu palabra santa: / he venido demasiado tarde a un mundo demasiado viejo".

Pero Leyvraz no es un hombre de perspectivas cortas y falto de sensibilidad. Sigue adherido a la figura humana de Jesús, y prende en él el ideal socialista. Descubre en este proyecto político una razón de vivir y de trabajar. Lo vemos enrolado en la lucha social a favor de las clases trabajadoras, en la defensa de la mujer y en el pacifismo. En 1919 entra de lleno en la profesión de periodista, y en los escritos que publica en Le Droit du Peuple da curso a sus ideas y se empeña en los combates sociales del momento.

Al cabo de algún tiempo, sufre una decepción en el ambiente en que se mueve. Su desencanto tiene un doble motivo: por un lado, le desagrada la pugna de las dos corrientes socialistas que aspiran a la hegemonía helvética; pero descubre, además, que el ideario de sus compañeros es incapaz de responder con certeza absoluta a las preguntas sobre el sentido de la vida y el destino último de la persona y de la peripecia humana.

Ante estos interrogantes que lo acucian, unos compañeros le contestan, con no poca razón y sensatez, que ése es un asunto sobre el que su concepción social no se pronuncia. Aunque en la base de todo proyecto político hay una idea de lo que es el ser humano, la política no es propiamente una filosofía ni una religión; podemos decir que el terreno en que se mueve es el de preguntas penúltimas, nada triviales por cierto, pero no el de las cuestiones últimas. Otros camaradas parecen intimar a Leyvraz que deje a un lado sus ensoñaciones metafísicas y le dicen sin rebozo que nuestro destino es lisa y llanamente la nada.

Él, no obstante, nota la necesidad de una regla de vida, de una moral. Y lleva dentro de sí, como eje de esta vida moral, la imagen ideal de la mujer, un "absoluto femenino" que es su musa y su madonna. Identifica ese absoluto con la Humanidad, o con la Revolución.

Por el camino de la emoción religiosa

Una tarde lluviosa en que lo embarga una soledad impregnada de tristes presentimientos, viene a sus labios una canción: "Se acerca el cielo hasta nosotros, / Su corazón desciende en lágrimas puras. / ¿Sois Vos, Dios mío, que lloráis / por el infortunio de vuestras criaturas?". Es la primera vez que se encara con Dios: "¿Sois Vos, Dios mío?". Descarta este pensamiento, que vuelve con insistencia. Para contrarrestarlo entona un himno a la revolución personificada:"Oh Virgen fecunda, / de frente pura y dulce mirada, / ven a salvar al mundo".

Lo sobrecoge una emoción extraordinaria. Su plegaria sube hasta otra Virgen, que llora por él, por su miseria, sus pecados y abandono. En el silencio de su despacho en la redacción del periódico, canta el Ave Maria de Luzzi, llegada a sus manos sin que él sepa cómo, con un fervor hondo y dolorido. Todavía se resiste a entregarse al latido religioso que pulsa en esa plegaria. La emoción que ha sentido se la explica por la música y por la armonía de las palabras y el arte; pero "un soplo más poderoso barre sus razones, y, vencido, se pone a llorar, con la cabeza en las manos. María le ha enseñado a declararse pecador, a humillarse, primera y capital etapa de toda conversión".

Más tarde conoce la Salve. Esta antífona mariana da cauce a una nostalgia profunda que siempre nos habita, aunque no siempre nos punce; es un clamor que nos lleva más allá de lo penúltimo de la vida, con las alegrías y penas que la marcan; es un anhelo de ese mundo distinto que sobrepasa a nuestra tierra, siempre tan magnífica y a veces tan inhóspita. Comprendemos que una oración del estilo de la Salve tocara fibras muy sensibles de Leyvraz y que dilatara su clamor espiritual; más aún, comprendemos que lo inundara de gozo y le diera tema "para inagotables meditaciones y efusiones renovadas". Él, que conoce una especie de exilio en el Bósforo, conecta espontáneamente con los acentos de esa secular súplica a María.

"Aquel minuto de luz"

Estas emociones habían sido precedidas o envueltas por una intensa búsqueda y por la lectura de varias obras de Léon Bloy (1846-1917), aquel "peregrino del Absoluto" que hemos conocido a través de Pieter y Cristina van der Meer de Walcheren. Los vigorosos escritos de Bloy sacuden profundamente a Leyvraz y empezarán a mostrarle un rostro desconocido del catolicismo. El estudio apasionado de una obra de Foerster, titulada Autoridad y libertad, lo reconcilia con los valores de la tradición. Se familiariza también con algunos conversos amigos de Bloy, como Jacques y Raïssa Maritain, o con otras personas del mismo círculo, como el gran geólogo Pierre Termier. A través del libro Fisonomía de los Santos, de Ernest Hello, se siente fascinado por el mundo de la santidad, que desconocía por completo, y descubre que todos aquellos hombres y mujeres beben en una fuente común, la del Credo.

Probablemente, durante su lectura de Hello, resuena en él una frase escrita por Bloy en La mujer pobre: "sólo hay una tristeza: la de no ser santos". Pero Leyvraz aplaza, en medio de la agitación interior, la resolución de profesar la fe y acogerse a la Iglesia. Llega, no obstante, un momento en que toma una decisión súbita. Él, que durante meses ha rogado a María que acuda en su ayuda, narra lo siguiente:

«Una noche tuve el sentimiento de una presencia misteriosa junto a mi cabecera; emanaba de ella la orden irresistible de actuar inmediatamente. Aquella a quien había rogado me respondía. No lo puedo poner en duda. Jamás se borrará de mi memoria aquel minuto de luz. Todo cuanto sucedió después me prueba que el designio de Dios era avisarme, llamarme en aquel momento. Al día siguiente, de madrugada, escribí una carta destinada al primer sacerdote, al primer religioso que tuviese a mano. Intervino una fuerza que ciertamente respondía al curso de mis búsquedas, pero precipitándome, casi a mi pesar, hacia la salida: abandonado a mí mismo, me habría faltado el valor para hacer lo que hice. No hay, pues, en ello un desenlace natural de una investigación ordenada, sino un acto peculiar en el orden de la gracia y no en el de la inteligencia. Yo no me he presentado ante Dios como un intelectual que pretende resolver una ecuación metafísica, sino como un pecador agotado y casi próximo a morir. No tuve ni el ocio ni el deseo de argumentar. Me cogió la mano de Dios y me sacó del agua cenagosa».

En mayo de 1921 es recibido en la Iglesia católica. La preocupación social pervive en él y es integrada en el marco de su fe y su sentido eclesial. Se compromete en el Partido independiente y cristiano-social y en los sindicatos cristiano-sociales de su tiempo. Su actividad periodística reflejará las turbulencias del ambiente ginebrino en que se mueve. Es un escritor y editorialista apasionado y combativo, que se inspira en la doctrina social de la Iglesia y ataca lo mismo al capitalismo que al comunismo y su lucha de clases. Será mentor y maestro de varias generaciones hasta su retirada en 1968, y en su trayectoria ensamblará ejemplarmente impulso místico y afanes político-sociales.