Madre de los conversos. III

Autor: Padre Pablo Largo Dominguez

           

                                 ¡Adiós a la “mala movida”! Marie-Amélie

 

Patrick Theillier es médico del Bureau médical de Lourdes. De diálogos con los asistentes a sus conferencias ha surgido un libro escrito con sencillez y finura: Lourdes. ¿Y si habláramos de los milagros? Lo interesante de la obra es que no trata sólo de curaciones de tipo orgánico, sino también de hondas transformaciones en la vida de las personas. Y es que las conversiones se siguen dando en la actualidad. No son episodios lejanos ocurridos en el siglo XIX, tiempo de romanticismo, exaltación del sentimiento, mutaciones íntimas, revoluciones sociales y vuelcos políticos. Ni tienen que producirse de la forma fulgurante en que se convirtió Alphonse Ratisbonne. Hoy presentamos la de una joven. Sólo la conocemos por su nombre: Marie-Amélie.

 

1. Los años turbulentos  

Relata ella que había vivido una adolescencia difícil en que encontró el sufrimiento, el desconsuelo y la destrucción de su cuerpo y su corazón. Había decidido vivir a su aire y no seguir más pauta que la de sus “instintos”. Durante la mayor parte de las vacaciones escolares se “divertía” con juegos que la destrozaron y causaron muchos daños a su familia y sus amigos. Pasaba el tiempo en fiestas nocturnas que califica como “noches infernales”: droga, comilonas y alcohol eran las únicas consignas. Nos hacen evocar los versos de Sabina: “al deseo los frenos le sientan fatal. ¿Qué voy a hacerle yo, si me gusta el güisqui sin soda, el sexo sin boda, las penas con pan...?”. Sin duda, esta letra es exponente, y quizá también estímulo, de una movida que no cesa ni tiene fronteras.

Si nos deslizamos por esta pendiente en caída libre, la demanda de satisfacciones irá en aumento, porque toda fuente de placer se agota pero el deseo no se sacia. Dice Marie-Amélie: “No limitándome ya a noches como aquellas, acabé haciendo de ellas mi vida. Ya nada tenía importancia para mí. Me dejaba vivir sin prestar atención a lo que era bueno o malo, no conocía ya prohibiciones, me reía de las personas que me rodeaban, menos de las que querían vivir como yo. ¡Empezaba así mi bajada a los infiernos! Herí mi cuerpo y mi corazón. No tenía ya personalidad, pues sólo hacía lo que todos los jóvenes que me rodeaban. Mi vida ya no era mía”.

Su familia es católica, y ella vivirá escindidamente la pertenencia a dos grupos antagónicos: amigos frente a padres. Estos la obligan a ir a misa todos los sábados por la tarde, pero se comprende que la celebración no sea para ella una fiesta, sino un auténtico incordio. La sola idea de tener que acudir al templo la pone enferma. A pesar de su fuerte renuencia a asistir, cobra afición al párroco, un hombre excepcional, que no aprueba ese tipo de feligresía forzosa. La ve llorar, no dice nada, pero su silencio está lleno de inquietud y oración. Un día le dice que está allí para ayudarla, pero muere semanas más tarde, y ella no puede ya manifestarle sus sufrimientos.  

2. ¿Un viaje a Lourdes?

Se encuentra, pues, todavía más sola. El verano está a las  puertas, y ella presiente que las vacaciones de este año la destruirán como el verano anterior. Pero unos días después del comienzo de las vacaciones, un sacerdote al que apenas conoce le propone partir en peregrinación a Lourdes con un grupo de jóvenes que nunca había visto. Su primera reacción es la de echarse a reír: ¡nadie le había hecho una propuesta tan loca! Es justo la reacción de defensa que tuvo Ratisbonne cuando el Sr. De Bussières le propuso que se colgara la medalla de la Milagrosa. Y de nuevo la presencia discreta de María.

Marie-Amélie responde que es imposible. Está a punto de encontrar un trabajo y necesita dinero; con todo, si las cosas se tuercen, participará en la peregrinación. Unos días más tarde su proyecto se desvanece, pues el empresario ha encontrado otra persona. No sabe qué hacer: ha prometido ir a la peregrinación, pero no le apetece en absoluto. La víspera de la partida va a comunicar al sacerdote que no acudirá. Al hallarse ante él, sólo consigue decirle una cosa: “¡parto con Vd. para Lourdes!". Nada más decirlo nota una impresión rara: había ido a decir no y su corazón había dicho . Vemos cómo de nuevo se repite el esquema del converso judío: en ese debate que se juega en la profundidad de la conciencia, parece como si cierto deseo reprimido esquivara el control del hombre viejo y asomara en una respuesta que resulta desconcertante para el propio interesado.

La mañana siguiente parte Marie-Amélie para Lourdes con unos veinte jóvenes, cuatro acompañantes y el sacerdote. Las primeras horas de tren son bastante difíciles: le pesa estar en un tren especial con un señor que dice oraciones por el micrófono. Mantiene un diálogo excitado sobre la confirmación con una acompañante; afirma que no entra en absoluto en su intención recibir ese sacramento y se aparta un poco para reflexionar. Desde ahí observa a la compañera, la ve rezar el rosario respondiendo al señor del micrófono, se pregunta qué efecto puede producir decir ese tipo de cosas y comienza a  rezar un Avemaría, luego otra, y otra. Se siente en paz y tranquila, estado que no conocía desde tiempo atrás.

Llegados a Lourdes, ven el vídeo sobre Bernadette y al atardecer acuden a la gruta, donde ella piensa que no hay nada importante que ver. Cuando accede al lugar, su mirada se detiene en una mujer que está descalza, arrodillada en un charco de agua, cubierta con un poncho largo y mirando en dirección a la gruta. Y confiesa: “Me dio miedo: aquello me parecía extraño. Yo ignoraba qué veía ella, pero esto la embellecía... ¡Más tarde, repensando aquel momento, comprendí que en aquella gruta no había nada que ver, sino todo que dar, sobre todo el amor y todo el sufrimiento que había en mí!”. Al día siguiente la asalta otra vez el miedo a acercarse a la gruta, pero una mano amiga la ayuda a avanzar, y el miedo da paso a la oración.  

3. Se lo di todo al Señor  

A medida que transcurren los días, descubre que hay alguien que la ama y que le pide que le abra el corazón. Lo  refiere así: “Viví mi más bello encuentro de amor con él durante cierto tiempo de adoración, una forma de oración que desconocía por completo. Esto sucedió en una capilla. Estaba todo nuestro pequeño grupo, y el sacerdote, que estaba de rodillas ante el altar donde había un objeto de oro con una hostia dentro que, según se nos había dicho poco antes, era el Señor. Se comenzó a guardar silencio y el sacerdote se puso a orar en voz alta. Luego dejó de hablar y, hasta el final de la adoración, sólo pronunció esta frase: ‘¡Te amo!’.

Esta frase me abrió el corazón: no era una frase, sino un grito de amor. Cuando oí esta declaración al Señor, las lágrimas empezaron a surcar mi cara. Supliqué al Señor que me tomara, que tomara todo lo que había en mi corazón, porque me hacía daño. Empecé a transformarme sin comprender lo que sucedía en mí. El Señor cobraba, poco a poco, un puesto importante en mi vida. ¡Me daba cuenta de que él estaba allí y que me esperaba!”. Al punto evocamos las lágrimas de Ratisbonne. El dique se ha roto y el llanto revela el final de una crisis, esta vez más tranquila, no tan brusca y repentina como la del joven judío. Será el amanecer de una historia nueva.

Al día siguiente se confiesa: ¡es la primera vez en su vida! Se presenta muy tímida  y sin saber qué hacer. El sacerdote le propone rezar al Espíritu y decir al Señor todo el mal hecho al alejarse de Él. Habla largo tiempo, desaparece la vergüenza y, finalmente, ella se lo da todo al Señor. Al recibir la absolución se siente liberada de cuanto la roía dentro.

La vuelta no es fácil. Corta decididamente con ciertas relaciones, aprende a decir no a lo que sabe que es malo. Hace ver a los demás que ha cambiado y que ahora se propone avanzar y crecer con el Señor. No todos la comprenden, pero ella se sabe acompañada en su lucha. Ha necesitado dieciséis años para comprender que la felicidad pasa sólo por Él, y cuando ha comprendido esto ha sentido grandes ganas de decir como el sacerdote: “¡Señor, yo te amo!”.