La Carta Apostólica Rosarium Mariae Virginis

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez             

 

 

S.S. Juan Pablo II nos regaló el día 16 de octubre del año 2002 una bella y densa carta apostólica, dirigida al episcopado, al clero y a los fieles, sobre el Santo Rosario. En ella proclama Año del Rosario el tiempo que discurre entre octubre de 2002 y el mismo mes de 2003 (n. 3). El texto consta de una Introducción (nn.1-8), un primer capítulo titulado “Contemplar a Cristo con María” (9-17), un segundo capítulo bajo el epígrafe “Misterios de Cristo, misterios de la Madre” (18-25), un tercer capítulo en que se expone el método de este rezo, y cuyo encabezamiento es “Para mí la vida es Cristo” (26-38), y una Conclusión (39-43).
Aunque las mejoras y modalidades para el rezo del Rosario propuestas en el capítulo III merecerían ser objeto de un análisis algo detallado, aquí nos vamos a centrar en aspectos de la Carta que se exponen sobre todo en las partes restantes del documento. Dejaremos a un lado otras facetas, como las referencias a la crisis por que pasa esta devoción, la validez de la misma, las reservas que algunos presentan y la respuesta que se puede aducir, los riesgos que entraña, etc. Atenderemos a los siguientes elementos: 1) algunos rasgos de la imagen de María trazados en la carta; 2) la comprensión del Rosario en este documento; c) la nueva propuesta (los misterios de luz); 4) la práctica del Rosario dentro del conjunto de la vida cristiana.

1. La imagen de María

Son varias las características de María que destaca el Papa en este escrito. Ella es, en primer lugar, la mujer que ha contemplado el rostro de Cristo (1, 3, 19). Es particularmente en el n. 10 donde nos viene propuesta como modelo insuperable de la contemplación de Cristo, y muy en concreto del rostro de Cristo. Este rostro “le pertenece de un modo especial”, y nadie se ha dedicado a su contemplación con la asiduidad con que lo hizo María: ya antes de poder verlo, cuando todavía lo lleva en su seno, lo imagina; y después de darlo a luz y volver sus ojos tiernamente sobre él, su mirada, transida de adoración y asombro, no se apartará de su Hijo. Esta mirada cobra distintas figuras: a veces es interrogadora (episodio del templo); siempre penetrante, y adivinatoria (p. ej., en Caná), por momentos dolorida (sobre todo bajo la cruz), en la mañana de Pascua, radiante, y por último, en Pentecostés, ardorosa por la efusión del Espíritu.
Un segundo rasgo de María es el permanente ejercicio del recuerdo de Jesús: en el alma de María quedan impresas las experiencias y acontecimientos que vive con su Hijo. Y ella guarda todas estas cosas, las rememora y les da vueltas en su corazón (Lc 2,19.51): ahí está, por tanto, la cuna mariana del rosario (11). Esa historia vivida por María en el tiempo perdura en la gloria como motivo de acción de gracias y de alabanza. Pero también perdura –y éste es el tercer rasgo– como inspiración de maternal solicitud por nosotros, entre quienes cumple su papel de evangelizadora. En efecto, ella propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, para que por nuestra contemplación alcancen toda su fuerza salvadora (11, 17).

Una cuarta nota de María es la de maestra que nos introduce en el conocimiento de Cristo. Puede serlo, porque “entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo”, su misterio, sus secretos, su mensaje (14); lo ha sido ya, como muestra el acontecimiento inaugural de Caná y como cabe imaginar que sucediera durante la espera del Espíritu pentecostal; es maestra incomparable en la peregrinación de la fe; lo es también porque, en los misterios de gozo, “nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana” (20); en fin, ha sido la discípula ejemplar y magistral que sabe presentar “con humildad los interrogantes que conducen a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe” (14). Nada tiene, por tanto, de extraño que con el Rosario el pueblo cristiano aprenda de María “a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor” (1).
La quinta facción de su rostro nos la muestra como la Madre de la Iglesia (“engendra” con su intercesión continuamente hijos para el Cuerpo de su Hijo) y como icono perfecto de la maternidad de la Iglesia (15). Ella, que siguió el crecimiento humano de Cristo en Nazaret, nos puede educar y modelar hasta que Cristo “sea formado” perfectamente en nosotros (Ibíd.). Una nueva cualidad de María es la de orante: en su oración se apoya la oración de la Iglesia y su intercesión a favor de las necesidades humanas es una súplica eficaz, pues se la puede llamar “omnipotente por gracia” (16). Y un trazo final nos la dibuja como la primera creyente (21).

2. El Rosario

Son varias también las formas de calificar el Rosario que aparecen en el presente texto. El Papa afirma repetidas veces que es una oración cristológica (passim). El Rosario es “una oración centrada en la cristología”, en la que se contempla la belleza del rostro de Cristo (1), brillante como el sol (9), se experimenta la profundidad de su amor (1) y se entra en comunión vital con él (2). En el Rosario, cuyo ciclo de meditaciones no es exhaustivo, se recorren sin embargo los misterios fundamentales del nacimiento, vida, ministerio, pasión, muerte y gloria del Señor (2, 24, etc.). Y, dada la correspondencia entre el misterio del hombre y el del Verbo Encarnado (doctrina en que tanto ha insistido el Papa), cada misterio del Rosario ilumina también el misterio del hombre, por lo que se puede afirmar que esta oración tiene una rica vertiente antropológica (25). Lo propio de modalidad tradicional de la oración contemplativa del rostro de Cristo (18) es que la hacemos “en compañía y a ejemplo de María” (3), o que vemos los misterios de la vida del Señor a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor y que fue su Madre (2, 12).
El Rosario es una oración típicamente meditativa y contemplativa (3, 5, 7, 12, 13, 15, 16, 17, 20, 21, 22, 23, 25, 39...). Resaltemos dos elementos básicos de esta contemplación. En primer lugar, es un recordar, una oración rememorante, no en la forma del memorial litúrgico, pero sí en cierto modo de acogida de los acontecimientos recordados, que son el “hoy” de la salvación: hacer memoria de ellos en actitud de fe y amor “significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección” (13). En segundo lugar, es una contemplación saludable: “penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia existencia” (13). Concretemos más esta índole saludable: meditar los misterios gozosos “significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo” (20); en los misterios luminosos la revelación aparece también en labios de María y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: ‘Haced lo que Él os diga’” (21); en los dolorosos se nos invita a “revivir” los momentos de la Pasión, a “revivir la muerte de Jesús poniéndo[nos] al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora” (22); en los gloriosos se nos mueve a descubrir de nuevo las razones de la propia fe, a revivir la alegría pascual de los discípulos y el gozo pascual de María, a cobrar conciencia cada vez más intensa de nuestra nueva vida en Cristo, a dejar que se alimente nuestra esperanza en la meta escatológica y a dar un testimonio valiente del gozoso anuncio que da sentido a la vida (22). En suma: que podemos acceder a la configuración con Cristo por la vía de esta asiduidad amistosa.

Juan Pablo II presenta asimismo el Rosario como compendio del evangelio (1, con referencia a Pablo VI 19). Y es que, “en la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico” (1). Para que tal designación sea más plena, se propone la incorporación de nuevos misterios, cabalmente, los misterios de luz (19). El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización centrado en el misterio de Cristo y “un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador” (17). Se lo puede llamar, además, el camino de María: “es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha” (24). En fin, el Papa lo propone en otro lugar como una especie de comentario-oración sobre el último capítulo de la Lumen Gentium (2).

3. La nueva propuesta

Como hemos indicado, y con el fin de que se pueda comprender el Rosario más plenamente como compendio del evangelio, el Papa ha introducido una nueva serie de misterios: los misterios de luz (19, 21). Ha sido una innovación oportuna. Aunque rompe la correspondencia de las 150 avemarías de ese salterio popular que es el Rosario con los 150 salmos, se obtienen unas ganancias sustanciales. Sabemos que los misterios de la vida de Cristo figuran en la presentación de los grandes clásicos de la teología y en obras como los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Y sabemos que muchos nuevos tratados de cristología atienden al ministerio de Jesús. Si se prescinde de él, sufre menoscabo la comprensión de muchas realidades del mundo de la fe. Señalamos algunas: la misma misión del Señor, su autoconciencia, su destino; la Iglesia, tanto en su génesis como en su constitución; la eucaristía. Incluso sufre pérdida la intelección del misterio del Dios trinitario.
Todo el misterio de Cristo es luz, pero se pueden destacar algunos acontecimientos de su irradiación. Y eso es lo que propone el Pontífice al señalarnos cinco momentos de la manifestación del Señor: el Bautismo; la autorrevelación en las bodas de Caná; el anuncio del Reino y la invitación a la conversión; la Transfiguración; la Institución de la Eucaristía. Cuatro momentos aparecen en los sinópticos; el episodio inaugural y altamente simbólico de Caná sólo figura en Juan, pero, dada la trascendencia que el cuarto evangelio otorga a este acontecimiento, y probablemente por la presencia de María en el mismo, es de pensar que Juan Pablo II ha considerado muy oportuno introducirlo en la serie. Dice, en efecto, sobre la invitación que hace María en Caná a la Iglesia de todos los tiempos: “es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los ‘misterios de luz’” (21).

4. El Rosario y la vida

El Rosario y la vida tienen una conexión estrechísima. Lo había dicho ya el Papa en 1978: “nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana” (cit. en 2). Se coordina y armoniza, en primer lugar, con la Liturgia (43): no sólo no se opone a ella, “sino que le da soporte, ayudando a vivirla con plena participación interior”, recogiendo sus frutos en la vida diaria (4) y permitiendo la asimilación profunda de la acción salvífica actualizada en ella (13). Su rezo distribuido semanalmente “colora” los días y muestra cierta analogía con las fases del año litúrgico (38); además, puede coordinarse con las celebraciones litúrgicas de la Iglesia (Ibíd.). Es, en fin, un camino complementario de la Liturgia de las Horas (41). Por otra parte, no sustituye a la lectio divina, antes la supone y promueve (29).

El Rosario dice una relación singular a dos realidades sumamente importantes de la vida humana: la paz y la familia. La contemplación del Príncipe de la paz, la caridad que el propio rezo del Rosario promueve y el compromiso concreto de servir a la paz que la recitación induce (6, 39) son notas típicas de esta oración. Asimismo, ante la crisis de efectos desoladores que sufre la familia (6), ante la creciente dificultad para comunicarse que se da en ella, y frente las imágenes del televisor que ciertamente no ayudan a superarla, se propone el rezo del Rosario en familia y por las familias. No que sea ésta la solución de todos los problemas (42); pero introduce en la vida cotidiana imágenes muy distintas de las que ofrece el televisor: “las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre Santísima” (41) y es una ayuda espiritual para superar la distancia cultural de las distintas generaciones y para sensibilizar los hijos a favor de una cultura de la vida (42).

El papa nos dirige a todos un llamamiento para que seamos promotores de este tesoro que hay que recuperar y mostremos sus riquezas. De nosotros depende que no sea en balde (43) su invitación.