Jornada de la infancia misionera

Domingo III del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Dominguez

           

Toda historia se desarrolla en un tiempo y en un lugar. Ésta sucedió hace pocos años, en tiempo de Semana Santa, en una población de Bélgica.

Se oye el tañido de las campanas de las iglesias. Un niño, Matthieu, se da cuenta de que mucha gente va a la iglesia, pero su madre y su padre nunca van. Uno de esos días le pregunta a su amigo Luc: “¿Quién está en la iglesia?”. Y Luc le responde: “¡Jesús! Jesús en el sagrario”. Y luego le cuenta qué es la misa.

El domingo, Matthieu pasa con su madre delante de la iglesia y le pregunta: “Mamá, ¿por qué nosotros no vamos a misa?”.

Y su madre le responde que no creen en Dios ni en Jesús. Por eso nunca va a la Iglesia.

“Yo sí creo en Jesús –dice Matthieu–, déjame que vaya a misa. Luego vienes a buscarme cuando acabe”.

Su madre le dejó entrar y desde entonces todos los domingos va a misa.

Matthieu va muchas veces a ver a Luc, que se junta con otros chicos y otro más grande, Guy, que les habla de Jesús.

Un día la madre de Matthieu acompaña al niño y le dice a Guy: “Tengo que reconocer que Matthieu quiere de verdad a Jesús. Ahora dice que quiere ser bautizado”, y le propone que le prepare.

Matthieu se lo cuenta todo a Florence, su hermanita, así que ella también quiere ser bautizada. (Tomado de Ciudad Nueva, año XLIII , núm. 375 [abril 2001] p. 26).

Esta historia me hace recordar otra. Se halla nada menos que en el evangelio de Juan. Allí, al comienzo, se cuenta que Juan Bautista vio a Jesús y declaró a dos discípulos suyos: “Ese es el cordero de Dios”. Inmediatamente, los discípulos fueron tras Jesús. Él los admitió en su compañía. Al día siguiente, uno de ellos, Andrés, fue a buscar a su hermano Pedro y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías”. Y lo llevó hasta Jesús.

Son casi dos historias paralelas. Una se da entre niños; la otra, entre adultos. Cada cual lo habla con sus propias palabras. Pero comprobamos que son dos cadenas perfectas de testimonios que llevan al encuentro con Jesús. Hoy celebramos la jornada de la infancia misionera. Por la historia que hemos contado, y por tantas más, nos damos cuenta de cómo los niños pueden ser y son misioneros de verdad.

Incluso son misioneros para sus propios padres. No es que la madre del niño de nuestra historia se haya convertido, pero al menos ha sabido respetar su proceso. En otros casos, los pequeños propician un reencuentro de los adultos con el Señor, que estaba desde tiempo atrás abandonado. Lo hemos comprobado más de una vez con motivo de primeras comuniones.

El evangelio es también para los niños. Como ya soñaba Isaías, la buena noticia es para los pobres y para los pequeños. La relación religiosa no depende de la edad, ni del sexo, ni del cociente intelectual. Otro relato, éste de una niña con síndrome de Down, lo ilustra a las mil maravillas. Se infectó un día los ojos jugando con tierra. Como la infección no remitía, su padre, una vez que fueron a la iglesia, le dijo: “Acércate a ese Cristo crucificado y pídele a Jesús que te cure los ojos”. La niña fue muy decidida, pero al volver, su padre se dio cuenta que algo pasaba, y le preguntó: “No le has pedido a Jesús que te curara los ojos, ¿verdad?”. “¡Cómo se lo iba a pedir! —respondió la niña— ¿Has visto cómo los tiene él?”.

La mirada de esta niña se nos antoja una mirada de profunda contemplación. Su experiencia y su palabra son toda una lección. De golpe, ante el Crucifijo, aprende a medir y comparar, a vivir cierto olvido de sí y dar prioridad al otro, a relativizar el mal propio y suspender toda preocupación por sí misma. Es un paso por el que va más allá de sí, se distancia de su necesidad, se vuelve vulnerable al sufrimiento que contempla y siente la conmoción de la piedad. Toda una forma viva, encarnada y concretísima de ser misionera para su propio padre y para nosotros, los adultos.