Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Las "divisiones" de Jesús

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¿Recordamos las palabras que decía el celebrante al comienzo de la Vigilia Pascual , en el Lucernario? Trazaba unas señales sobre el nuevo cirio y decía: “Cristo ayer y hoy. / Principio y fin. / Alfa. / Y Omega. / Suyo es el tiempo. / Y la eternidad. / A él la gloria y el poder. / Por los siglos de los siglos. Amén.” Hoy, a siete meses largos de distancia, las traemos a la memoria. Hemos escuchado varias de ellas en la segunda lectura, así como la afirmación de que es el primogénito de entre los muertos. ¿Por qué recordamos estas lejanas palabras de la vigilia de Pascua? Porque estamos a punto de cerrar el año litúrgico. Hoy es el último domingo. Y, como sabéis, el año de la Iglesia tiene su centro en la Pascua de Resurrección. No es su centro cronológico; es su centro celebrativo, histérico, el centro que articula y da sentido a todo el resto. Proyecta su luz sobre todas las celebraciones del año. Muy especialmente, sobre la de hoy, que tiene que poner el broche final.

De nuevo, pues, ponemos la mirada en Jesucristo. Lo reconocemos “Rey del Universo”. Puede sonarnos a un título algo gastado. Como las frutas que tienen una piel algo arrugada y ennegrecida. Pero la pulpa está en perfecto estado. Y podemos crear títulos nuevos que nos resulten más sugestivos. Es lo que hicieron los primeros cristianos. Se le llama “Testigo fiel”, “Alfa y Omega” (que son la primera y la última letra del alfabeto griego y nos muestran a Jesús como el Primero y el Último, el que tiene la primera palabra y el que tiene la última palabra, la inicial y la definitiva. Así lo confesamos como el Señor de la historia: de la universal y de la nuestra particular. Ése es el título que nosotros podemos darle actualmente: “Señor de la historia”, “Señor de nuestras horas”.

Él mismo nos ha explicado en qué consiste su realeza por medio de un nuevo título, el de Testigo de la verdad: “yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. Quizá Pilato, cuando escuchó estas palabras, experimentó una sensación de alivio. El hombre que tenía delante no contaba con ninguna guardia ni batallón a su servicio, ni con el más mínimo armamento. Era un hombre indefenso e inofensivo. Recordamos lo que dijo cínicamente Stalin del Papa: “¿cuántas divisiones tiene el Papa?”. Era otra buena pregunta. Porque lo único que tenía el Papa era la guardia suiza. Y Jesús ni siquiera disponía de una guardia suiza. Su realeza consistía simplemente en ser testigo de la verdad. No era, pues, persona capaz de amedrentar a nadie. Además, era un testigo de la verdad que no disponía de ningún gran medio de comunicación social para transmitir su pensamiento. Aunque le siguieran los discípulos y lo escucharan a veces “multitudes”, no disponía de los medios que hoy se tienen para llegar a las grandes masas: emisoras de radio, edición de prensa internacional, nacional o local; ni siquiera tenía a mano una multicopista para difundir esa verdad, o una red de correos que distribuyera clandestinamente sus mensajes y consignas. Poca propaganda podía hacer de sus ideas, por inquietantes que fueran para el poder político y militar. Además, él hablaba en público y a la luz del día. No constituía, al parecer, ningún peligro para la seguridad ciudadana y no tenía por qué quitarles el sueño a los inquisidores de la época.

Pero él pensaba que los hombres, aunque nos atenazan los miedos, aunque quizá preferimos pan y circo, o fútbol y toros, tenemos también una conciencia: “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Él llama a nuestras puertas: con la sola autoridad de su palabra, con la sola autoridad de su vida, con la sola autoridad de su muerte. Frente a los poderes que tantas veces se endiosan (el de la fuerza física, el de la propaganda más o menos sofística), está la autoridad de la verdad, personificada en Jesús. La palabra que penetra más que espada de doble filo y discierne lo que se esconde en el interior del corazón. Por eso, las conciencias que le abren la puerta dicen: “nadie ha hablado como este hombre” (hasta unos soldados de la guardia del templo lo reconocieron); “nadie ama tanto como el que da la vida por sus amigos” –dijo él mismo–. Es la fuerza de este Cordero, la fuerza de su palabra y la fuerza de su amor, la que se cierne soberana sobre nuestra historia y nos quiere atraer hacia sí. La verdad de que ha dado testimonio con su vida y su muerte es ésta: que Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo único, para que no muera ninguno de los que creen en él y que nosotros somos hijos de Dios: hijos de la luz e hijos de la justicia. Reconozcamos su señorío: creamos y meditemos su palabra, contemplemos su cruz, hagamos su verdad.