Santísima Trinidad, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Hoy celebra la Iglesia, después del ciclo de la Pascua y como poniéndole el broche de oro, el misterio de la Trinidad. Es el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Mejor que hablar de este misterio es adorarlo. Pero, aunque sea balbuciendo, hemos de decir unas palabras acerca de él. No es lo indicado, en el marco de la liturgia, proponer teologías abstrusas; en lugar de ello, vamos a valernos de un sugestivo símbolo.

Lo tomamos de la primera carta de Juan: «Dios es luz y que en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). ¿Quién no ama la luz? ¿Por qué tenerle miedo? Comprendemos que la luz sea la primera obra que sale de las manos, según el primer relato de la creación. (Gén 1). Comprendemos que san Francisco de Asís comenzara su canto de las criaturas, después de la estrofa introductoria, alabando a Dios por las lumbreras del cielo: “Loado seas por toda criatura, mi Señor, / y en especial loado por el hermano sol, / que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor. // Y por la hermana luna, de blanca luz menor, / y las estrellas claras que tu poder creó, / tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, / y brillan en los cielos: ¡loado mi Señor!”. Y comprendemos que el mismo nombre “Dios” de nuestras lenguas latinas, según explican los lingüistas, diga referencia a la luz.

Parémonos un momento a pensar en lo que es la luz para nuestra vida y tendremos un barrunto de lo que es Dios. La luz no nos puede hacer sombra; al contra­rio, nos destaca en nuestro verda­dero espesor: así es Dios con nosotros. La luz no desplaza a las cosas; se llega a ellas con el máximo tacto y las resalta, las “saca a la luz”: así es Dios con nosotros. La luz no es un volumen que desalo­ja a otro volumen; sólo expulsa la oscuri­dad. Así es Dios con nosotros. La luz no vuelve más angosto nuestro espacio vital; no estamos más a nues­tras anchas si la desplaza­mos: así nos sucede con Dios. La luz no viene para chupar vida de nosotros, no nos vuelve macilentos ni nos deja ateridos, es cálida: así es Dios con nosotros. La luz no viene para dejarnos con cara de sobre­salto, para aterrarnos: irradia para inundar de alegría: así es Dios con nosotros (cf 1 Jn 1,4).

Sí, así es Dios. Hoy nos lo propone la liturgia como Trinidad: es un solo Dios en una trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; el Dios ingénito, el Hijo unigénito, el Espíritu Santo paráclito o consolador. El Padre es luz primordial, luz sobre toda luz. El Hijo es, como recitamos en el Credo, "Dios de Dios, luz de luz"; es esa luz que se ha hecho presente entre los hombres tomando nuestra misma condición, esa luz que ha brillado en el mundo y ha vencido a las tinieblas (Jn 1,5) con su palabra, con su presencia, con su acción, con su muerte y resurrección; es la "luz del mundo"; por eso, el que le siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12). Las tinieblas no la comprendieron ni la pudieron sofocar ni vencer. Es la luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste, inmortal. Es el resplandor de la gloria del Padre. Por último, el Espíritu Santo es el que manda su luz desde el cielo, la luz divina que entra en lo más hondo del hombre, el que enciende en nuestros corazones un rayo de su luz. En una palabra: el Padre es el que habita en una luz inaccesible; el Hijo es la Luz de Dios que se ha hecho presente en el centro de nuestra historia humana; el Espíritu Santo es la luz divina que ilumina y enciende nuestros corazones.

Y porque Dios es así, nosotros podemos decir de nosotros mismos que hemos nacido de la luz y que somos hijos del día. Vivamos como luz y no pequemos contra la claridad de su presencia.