Domingo de Ramos, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

           

La rueda del tiempo gira una y otra vez; una y otra vez vuelven los años con sus estaciones. Esa es la unidad de tiempo que marca la traslación de la tierra alrededor del sol. Y le damos una importancia especial: celebramos aniversarios, es decir, la vuelta o cabo de año. Entre ellos, destacamos el aniversario del nacimiento, el cumpleaños. Los niños de las últimas generaciones, estimulados probablemente por sus familiares y otras personas, les han dado un relieve especial. Y todos nos sentimos un poco culpables cuando hemos olvidado felicitar a alguien cercano con motivo del cumpleaños. Tenemos también el aniversario de la muerte, que, al menos en algunas culturas, parece haber seguido un destino distinto: le damos menos importancia y lo pasamos por alto con más facilidad, a diferencia de lo que sucedía en tiempos anteriores. Para los cristianos no debiera ser así, pues queremos mirar la muerte como un nuevo nacimiento, y el aniversario de la muerte sería el recuerdo anual de ese nacimiento definitivo. De hecho, es lo que hacemos con las fiestas de los santos, en los que contemplamos este nacimiento con más certeza y con gozo no empañado por la pérdida.

También en relación con Jesús celebramos aniversarios. El nacimiento del Señor en Belén y su muerte en Jerusalén han dado origen a las dos grandes fiestas cristianas: Navidad y Pascua de Resurrección. Cumplimos de este modo una exhortación que aparece ya en el mismo Nuevo Testamento: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David” (2 Tim 2,8). En Navidad traemos a la memoria su nacimiento de la estirpe de David; en el Triduo Santo, su resurrección de entre los muertos.

Se preguntaba un investigador hace quizá más de un siglo: “¿Qué es un evangelio?”. Y dio con una respuesta luminosa: “Es un relato de la pasión, muerte y resurrección de Jesús con una introducción detallada”. Si ése es el relieve que dan los evangelios a los últimos días de Jesús, se comprende que también nosotros se lo debamos dar. La Semana Santa consiste en seguir paso a paso, en tiempo real, por así decir, los últimos días de Jesús: su entrada en Jerusalén, su última cena, su pasión y muerte, su resurrección. Y es que el cristiano no es simplemente una persona que conoce unas cuantas palabras de Jesús y que las suscribe de la cruz a la fecha. Sin duda, Jesús es nuestro maestro. Como le decía Pedro, también nosotros reconocemos: “tú tienes palabras de vida eterna”. Pero Jesús es mucho más que nuestro maestro: es nuestro Redentor. Y no nos redimió con solas palabras. Ni nos reveló el misterio de Dios y el amor de Dios por cada uno de nosotros con solas palabras, diciéndonos que nuestra vida vale más que el alimento, que nuestro cuerpo vale más que el vestido y que nosotros valemos más que los gorriones. Sabemos el precio que pagó por nosotros. No fuimos rescatados con oro ni plata, sino al precio de su sangre. Así nos tasó él. Así nos tasa. Si las cosas valen lo que se paga por ellas, reparemos en lo que valemos nosotros, no ante cualquiera, sino ante Jesús, el Señor, y ante Dios, su Padre.

¿Por qué, pues, recordar tan especialmente estos días? Por lo que significan para nosotros esos acontecimientos. No son viejas historias, no son agua pasada que no mueve molino. Nos traen todo un caudal de vida, de ellos fluye hacia nosotros una inagotable profusión de sentido y de verdad. Empalman todos los momentos de nuestro tiempo con la beata eternidad de Dios que nos reconcilia y se nos entrega en su Hijo. Queremos sumergirnos más en la Pascua de Jesús, queremos adentrarnos en esa verdad y esa vida concretísimas y salvadoras. ¿Cómo podemos hacerlo? Tomando parte en las celebraciones de la Iglesia, que son el memorial del acontecimiento salvador. Este memorial no sólo lo evoca, sino que lo hace realmente presente y actual. Hacernos olvidadizos es volvernos desagradecidos y perder nuestra identidad cristiana.