Se les abrieron los ojos

Domingo III de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

¿Cómo convencer a unos discípulos vencidos por la desilusión, rendidos ante la evidencia de una muerte trágica, que se había llevado consigo todas las esperanzas depositadas en Jesús? ¿Cómo hacerles ver que aquella muerte no era absurda? Golpes como éstos no se asimilan "de un solo golpe", de buenas a primeras; hace falta tiempo para ablandar su dureza, para disolver su oscuridad, para que las personas salgan del aturdimiento y puedan esbozar un movimiento de aceptación. Cuando la vida nos hiere con fuerza, necesitamos hacer un camino, a veces muy largo y lento, para recobrarnos. Y a menudo no podemos recorrer ese camino solos; porque, de hecho, lo que en realidad hacemos no es caminar, sino dar vueltas en el mismo remolino, abismarnos más y más en la misma obsesión. Necesitamos una compañía que nos ayude a reelaborar lo vivido.

El misterioso acompañante de los dos discípulos los sacude primero con palabras fuertes, pero luego se tendrá que armar de paciencia para ayudarles en ese proceso. ¿Qué le vemos hacer? Aprovecha recursos que yacían inexplotados en el subsuelo íntimo de aquellos caminantes. Esos recursos son, en concreto, unos viejos textos y unos viejos gestos. Primero, unos viejos y gastados textos que cobran un sentido inesperadamente nuevo al relacionarlos con el destino insufrible e incomprensible de Jesús; a su vez, ese destino insufrible e incomprensible cobra sentido cuando se contempla a la luz de los textos. Poco a poco, los discípulos de Emaús descubren con maravilla que las Escrituras son un traje hecho a medida para su maestro: cada uno de los pasos dados por él, especialmente en los últimos días de su vida, estaba, por así decir, preanunciado. Ahora todo encaja: la vieja escritura y los hechos recientes. Descubren cómo el salmo segundo, el salmo 16, el salmo 110, los cantos del Siervo que se leen en el profeta Isaías, palabras del profeta Malaquías, dichos de Moisés en el libro del Deuteronomio, amén de otros pasajes de las Escrituras, son voces que anuncian la misión de Jesús y su muerte salvadora.

La explicación de Jesús, las palabras que les comunica a lo largo del camino, han despejado la oscuridad y dejado un horizonte limpio. Los discursos han cumplido su función y no se les puede pedir más. Han desbrozado el terreno: han iluminado la mente y caldeado el corazón; pero los ojos permanecen todavía cerrados. Es en ese momento cuando el Señor se dispone a explotar el segundo recurso. Ya no va a manejar unos textos, sino a despertar el recuerdo de unas experiencias, la memoria de un gesto diario, que puede parecernos casi banal y que, sin embargo, está lleno de sentido, cargado de cuidado y comunión: Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y se lo entrega. Es la repetición de este gesto, cotidiano pero inconfundible, la que despierta la memoria de los discípulos, la que logra que por fin se les abran los ojos y lo identifiquen. Por fin Jesús ha resucitado en sus discípulos.

¡Qué fuerza y qué sentido pueden cobrar a veces palabras viejas y gestos viejos! ¡Basta que encuentren en nosotros cierto grado de apertura, un pequeño resquicio, al menos! Los actos estelares de la vida de Jesús quedan relegados. El Señor resucitado no realiza ningún milagro espectacular, ninguno de aquellos signos de los que se podía decir que llevaban su marca personal y única; simplemente despliega ante ellos el esplendor de un gesto común: el de partir el pan. Es en ese instante cuando brota el verdadero milagro: el reconocimiento de que el Señor está vivo. ¡Ojalá esta experiencia de los dos discípulos de Emaús nos ayudara a salir de cierto letargo y a reconocer en la luz de cada nuevo día, en la belleza del almendro en flor, en la fidelidad mutua de una pareja, en la paciente búsqueda de unos investigadores, en la entrega diaria de unos padres, en el pan partido en la casa, en el pan partido en la eucaristía, las señales de la presencia viva, aunque escondida, de nuestro Dios, las señales siempre antiguas y siempre nuevas de la Pascua del Señor.