No poner condiciones y aceptar los signos que Dios da

Domingo II de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Continuamos sumergidos en el misterio de la Pascua de Jesús. No lo abarcamos de un simple vistazo; necesitamos ir ahondando en sus distintos aspectos, y ojalá que su verdad vaya calando poco a poco en nosotros. Subrayemos hoy dos aspectos.

1. La fe –y, concretamente, la fe en el Resucitado– no pone condiciones. No entendía así las cosas Tomás el Mellizo, que para dar el paso de la fe en el Cristo viviente señala, casi sin pudor, una serie de condiciones bien precisas y exigentes. Y no es que la fe en Jesús como el Señor Resucitado, o la fe en Dios, sea un gesto arbitrario, irracional, que uno realiza según le dé el aire. El cristiano tiene sus razones, sus buenas razones para creer. Hemos escuchado el final del evangelio, que nos habla de los signos que hizo Jesús, y a través de los cuales manifestó quién era. A quien nos pregunte por qué creemos en Jesús le podemos remitir, entre otras cosas, a estos testimonios, que revelan el esplendor de la gloria de Jesús cuando estaba entre nosotros de forma visible.

Pero una cosa es que la fe tenga sus razones y otra es poner condiciones a Dios para creer. Una escritora francesa, Simone de Beauvoir, narraba así el proceso de pérdida de su fe: «Mi existencia tenía un valor infinito y Dios no dejaba que se perdiera nada en ella... mas una noche requerí a Dios para que, si existía, se declarase. Se quedó callado. Ya no volví a dirigirle la palabra».

Pero Dios es Dios, no nuestro dominguillo, ni un servidor con librea dorada que acude en el momento en que hacemos sonar la campana. Se nos invita a entrar en la lógica de Dios, a escudriñar los signos que deja de su verdad. Ésa es la relación adecuada. Se nos invita, por tanto, a dejar que sea Dios mismo quien determine cuáles van a ser las señales en que pone de manifiesto su cercanía. Y ya sabemos cuál ha sido la gran señal que nos ha dispensado: toda la historia y presencia de Jesús entre nosotros.

2. Esta presencia de Jesús se prolonga ahora en la eucaristía y en la Iglesia. La Pascua del Señor engendró y dio a luz una comunidad. ¿Cómo era la primera comunidad cristiana? ¿Cómo puede nuestra comunidad ser prolongación de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres? Nos indican los Hechos que la primitiva comunidad estaba asentada sobre tres soportes. La primera base o columna que la sostiene es que sus miembros comparten pensamientos comunes. Ven la vida con los mismos ojos. Tienen las mismas palabras-clave para decir el sentido de la vida. Es que acuden con frecuencia a la misma escuela, la escuela de los que fueron los primeros discípulos de Jesús, para escuchar y asimilar su testimonio y sus enseñanzas.

La segunda base es que hay comunión de bienes entre ellos. No sólo comparten ideas, ideas fundamentales. También se ayudan unos a otros, se sientan a la misma mesa, distribuyen los bienes entre los más necesitados. Esa comunión de mesa era un gesto muy importante. Algún estudioso del Nuevo Testamento ha llegado a decir que la esencia del cristianismo es comer juntos. En la comunión de mesa, más concretamente, en la fracción del pan, se hacía presente el mismo Señor Resucitado. Él nos incorpora a su Pascua en cada eucaristía.

La tercera columna en que descansa la primera comunidad es que todos tienen preocupaciones y esperanzas comunes: oraban en común, y muy probablemente de una forma más espontánea y más creativa que la de nuestras liturgias. Eran un grupo naciente y aún no se habían fijado tantas fórmulas como se han creado después.

En lugar de requerir a Dios señales nuevas, acojamos en toda su hondura las que él nos da y vivámoslas como Él nos pide. La eucaristía y la fraternidad son las muestras de que el Señor Resucitado habita entre nosotros.