La Ascensión del Señor, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

La vida del hombre es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Así de brutalmente se expresaba un filósofo del s. XVII (Hobbes, el Leviatán). La verdad es que no resulta muy estimulante que le reciten a uno al comienzo del día esta lista de calificativos. Y tampoco casa con la fiesta que hoy celebramos: la ascensión del Señor. Sin embargo, algo de verdad hay en esas palabras, y quizá se nos haya escapado a nosotros alguno de esos calificativos en más de una ocasión. En efecto, la experiencia de la soledad nos acompaña, y se acusa de modo especial en las grandes ciudades. Muchas veces somos asimismo más conscientes de nuestras pobrezas y limitaciones que de las riquezas y los poderes positivos que nos habitan. De seguro también que no han faltado episodios desagradables que nos han dejado mal sabor de boca. No hace falta recordar la guerra de Irak para saber que la brutalidad abunda en la vida: otro filósofo decía que «la vida consiste esencialmente en apropiación, agresión, violación de lo extraño y de lo más débil, domesticación o, al menos, explotación» (Nietzsche, Más allá del bien y del mal); nosotros mismos habremos tenido “oportunidad” de comprobarlo cuando nos hemos sentido manipulados por otros, o hemos intentado manipularlos; y hace mucho tiempo que en las sociedades se ha hablado de los fuertes y los débiles, del pez grande y el chico, o de los intentos de grandes empresas por hundir a las pequeñas y hacerse con el monopolio de un concreto mercado. En fin, a medida que pasan los días y los años, nos damos cuenta de la fragilidad de la vida, de la fugacidad del tiempo, de su herida irrestañable. Y podemos decir con el poeta: «tanto penar, para morirse uno».

Pero justo ahí es donde sale a nuestro paso la luz de la Ascensión del Señor. También el Señor, si damos un repaso a su vida, podría tener motivos para decir que la vida es solitaria: no fue entendido por unos, fue rechazado por otros, los discípulos lo abandonaron por etapas hasta dejarlo solo en el momento de la prueba final. Incluso recitó el salmo que comienza con un “¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”; también él conoció las limitaciones y la pobreza: no se escabulló de las pobrezas humanas, vivió en una aldea pobre, nunca supo lo que era el lujo, se sintió impotente en varias ocasiones, todos sus deseos se estrellaron contra la dureza de Jerusalén, conoció el fracaso de su obra mesiánica; no buscó lo que le agradaba: “Jesús, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia” —se dice en la carta a los hebreos (12,2; otras traducciones difieren de ésta)—, y supo de primera mano lo que es sentirse atenazado por la angustia; saboreó lo amargo de la crueldad que se ejerció contra él y que lo llevó al patíbulo; y, finalmente, le arrancaron violentamente la vida en la mitad de sus días, no mucho tiempo después de comenzar su ministerio.

El caso es que de entrada no nos resignamos fácilmente a que las cosas sean así. Notamos que hay un desajuste entre nuestro anhelo y la realidad concreta que vivimos. El deseo profundo que nos habita sueña para la vida con otros calificativos muy distintos de los que señalaba aquél filósofo. Pero, ¿no debemos limitar nuestro deseo? ¿No es más sensato atemperarlo, darle unas proporciones más bien modestas? La palabra de Dios nos dice: “Sí, también tus deseos necesitan una conversión. Es fácil que deban pasar por unas renuncias. Pero, cualquiera que sea la conversión que tengan que experimentar, te está permitido ser hombre de esperanza, mujer de esperanza. Pon esa esperanza en las promesas de Dios, que es fiel. No revoca sus promesas y puede cumplirlas. Y la esperanza a que te levanta es la de participar en la vida del Señor Resucitado.

Él dijo a los discípulos en la Pascua: “¿No era necesario que el Mesías padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24,26). Otro testimonio confiesa: “el que soportó la cruz sin miedo a la ignominia, está sentado a la derecha del trono de Dios” (Heb 12,3). Podemos contemplar ahora, en fe gozosa, la otra cara de la vida de Jesús. No es un solitario: el Señor Resucitado vive en comunión con el Padre y con todos los que quieren pertenecerle; sí, se hizo pobre por nosotros, pero en su Pascua ha recibido “la riqueza, el honor, la sabiduría, la gloria y la alabanza”; el Cordero degollado sobre el que se cebó la brutalidad ya no está sometido a los malos poderes del mundo (la barbarie, la injusticia, el desprecio, la crueldad) y habita en el gozo y la paz; sus días no son breves, ni su vida nueva, corta, porque vive para siempre y tiene las llaves del abismo. Su lema vital completo no fue un “a vivir, que son dos días”, sino “a desvivirse y, si es preciso, a morir, que son dos días de sepulcro... hacia la vida eterna cabe el Padre”.

Ahora es el Señor. Y se lo tiene bien ganado. Porque sólo sabe mandar el que ha sabido obedecer. Y él vivió siempre en obediencia a su Padre: “mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre”; “Padre, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”. No se plegó a ningún poder de este mundo. Digno es de que lo llamemos “el Señor”.