La Ascensión del Señor, Ciclo A

Yo estoy con vosotros

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¡Qué buen final para el evangelio de san Mateo! ¡Qué buena "despedida" del Señor! Él es el Emmanuel, que significa "el-Dios-con-nosotros". Estos días precisamente he leído un libro de un converso, André Frossard. Se titula "No estamos solos. Mi experiencia de Dios". Y me ha hecho recordar las palabras del Papa, en la solemne inauguración de su ministerio: "no estoy solo". La letanía de los santos que se entonó aquella mañana, hace dos domingos, le hizo sentirse "en buena compañía". La celebración de hoy nos confirma en esa verdad: no estamos solos. Es el saludo que ya al comienzo de la celebración nos hemos dirigido: "El Señor esté con vosotros". Más de una vez habréis escuchado, en lugar del saludo, una declaración: "El Señor está con vosotros". Ante esta doble fórmula nos podemos preguntar: "¿a qué carta nos quedamos? ¿al "esté" o al "está"? ¿al optativo o al indicativo?". Afortunadamente, podemos quedarnos a las dos cartas. El viejo saludo, en latín, es así de escueto: "el Señor con vosotros". Así de simple, así de equívoco, así de completo. Junta los dos aspectos: la realidad ya dada y el deseo de que esa realidad sea más verdadera, más intensa, más consciente en cada uno de nosotros y en toda la comunidad.

En cada celebración litúrgica se hace presente de distintos modos el Señor. Primero, en la misma asamblea, porque donde dos o tres están reunidos en su nombre, allí está Él en medio de ellos. Es el mismo evangelio, el de san Mateo, el que nos lo hace saber. También está presente en la palabra que se proclama, y por eso hemos dicho, al final de la proclamación del evangelio: "palabra del Señor". Está presente en el ministro que preside la celebración, pues éste no hace otra cosa que actuar en su nombre, en representación suya. Por último, está presente en los dones, en el pan y el vino, que se transforman en su cuerpo y en su sangre. Está presente Él en persona, el que compartió la vida y los afanes con nosotros, el que murió por nosotros, el que fue resucitado para vida nuestra y el que ha sido exaltado a la derecha del Padre (otra forma de decir que se le ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra). Él mismo, con este misterio de su Ascensión, está en nuestra compañía.

Nos acompaña también en la misión. En Galilea, cerca del lago de Genesaret, está el monte de las bienaventuranzas. Y entre el monte y el lago hay un monolito, que ha recibido el nombre "euntes docete". Son las dos palabras latinas del mandato misionero de Jesús: "id y enseñad, id y haced discípulos". Él ha cumplido su misión, y ahora acompaña a la Iglesia, que ha de realizar el encargo recibido. Estamos llamados a hacerlo con la misma actitud que él tuvo: como el sembrador que lanza la semilla de la palabra a voleo. La suerte de la semilla es muy distinta: parte se la comen los pájaros, parte se agosta, parte es sofocada por los abrojos; pero hay también una parte que cae en tierra buena y produce fruto. Nosotros, en estos tiempos, quizá nos fijamos en las tres partes primeras arrojadas al viento, y nos desalentamos, sentimos la frustración; Jesús se fija en la parte que cae en tierra buena. Nos enseña a contemplar la historia con unos ojos más serenos y esperanzados. De todas las tierras, de todos los pueblos, salen discípulos. Sigue sucediendo hoy. Aprendamos de la mirada de Jesús.

Por último, el Señor dice que les enseñemos a guardar todo lo que nos ha mandado. Y esto nos hace volver, una vez más, al monte de las bienaventuranzas, al discurso que el evangelio de Mateo propone en los capítulos cinco, seis y siete. Jesús insiste en que los discípulos han de guardar todo lo que él ha mandado ahí. Al término de ese discurso, remacha que las palabras de vida que ha pronunciado hay que ponerlas en práctica; si no, nos parecemos a la casa edificada sobre arena, que no resiste los embates del viento y las aguas, como tampoco la semilla sembrada entre piedras o entre zarzas logra granar. No tengamos miedo. No estamos solos. El que está a nuestro lado, el que comenzó en nosotros la obra buena con el bautismo, él mismo la llevará a término. Vivamos y animemos a vivir la vida nueva que propone, un arte nuevo de vivir, de trabajar, de perdonar, de relacionarnos unos con otros, de orar, de morir. Para gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.