Domingo de Pascua, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

“Este es el día en que actuó el Señor. Sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”: es la invitación que nos hacemos en este día único e incomparable. De la mano de las lecturas proclamadas, hagamos un pequeño repaso a la actuación del Señor y a la manifestación de su bondad y misericordia. En ellas se habla de una sola persona y tres lugares. Contemplemos la persona es Jesús en los distintos lugares en que se despliega su historia y su verdad.

El primer lugar es Judea y Galilea, esas dos regiones de Palestina. Allí desarrolla Jesús una actividad intensa: cura, anuncia el evangelio del Señorío de Dios, llama a la conversión, enseña a las multitudes y a sus discípulos, reconcilia a los alejados de Dios, acoge a los pequeños y reincorpora a los marginados a la vida de la comunidad de Israel para que también sobre ellos descienden las bendiciones de Dios. Jesús se mueve por todo el territorio e incluso hace alguna incursión por las zonas paganas. No fija la residencia en ninguna parte. Lleva una vida itinerante, recorriendo pueblos y aldeas. Es el pastor enviado a las ovejas de Israel y las quiere recoger de todas partes, como también quiere reunir a Jerusalén como la gallina a sus polluelos. Es el primer Jesús, el Jesús caminante acuciado, casi azacanado, por anunciar la Buena Noticia.

El segundo lugar es las afueras de Jerusalén. Ya durante su ministerio ha sido bandera de contradicción. Nadie ha permanecido indiferente ante él. Cada uno se ha visto constreñido a tomar posición ante su persona, su anuncio y su actividad. Al término de su servicio, son otros los que toman la iniciativa y lo llevan de Herodes a Pilatos. Al final, Jesús pende de una cruz, clavado en ella, y es enterrado en un sepulcro nuevo. Muere en profunda soledad y con un sentimiento de abandono de Dios, su  Padre; pero le entrega su espíritu antes de expirar y de ser depositado como grano en la tierra. Una vez colocado en el sepulcro, Jesús yace en ese pequeño rincón reservado para un difunto. Es el Cristo yacente que hemos contemplado en el silencio del sábado santo. A ese santo lugar de su crucifixión y su sepultura han peregrinado y peregrinan cristianos de todas las edades y lugares.

A los dos días, este sepulcro está vacío. El discípulo amado comprende: se ha cumplido la Escritura: Jesús ha resucitado de entre los muertos. Esto nos lleva al tercer lugar. Ahora Jesús es el Señor que está exaltado por encima de todo, entronizado a la derecha de su Majestad en las alturas. Es el Cristo celeste y glorioso que lo llena todo y se enseñorea de todo. Este señorío universal le permite estar vivo, presente y actuante en tantos lugares suyos y nuestros: en la Palabra que se proclama, en los sacramentos en que se irisa su gracia, en la Iglesia que es su cuerpo, en sus ministros cuando celebran los signos y el memorial de su amor, en los creyentes, en los cuales vive su Vida para que ellos vivan sus vidas en él, en quienes sufren.

Que Él vaya poblando en nosotros, que creemos en él y en su Pascua, todos los rincones que acusan cierta ausencia suya. Que vaya poblando nuestra inteligencia, para que amemos más la verdad y aprendamos cada vez más a conocerle a él y a pensar como él; que toque nuestros sentimientos, para que tengamos en nosotros, como pedía el apóstol Pablo, los sentimientos de Cristo Jesús: humildad, alegría, paz profunda, confianza, sensibilidad ante los que lloran; que se enseñoree de nuestro querer y decisiones, y así nuestra voluntad rime con la suya como la suya rimaba con la del Padre; que habite y aliente nuestra capacidad de amar y servir. Que expulse nuestros miedos, para que vivamos como hijos de Dios y como mujeres y hombres “libres de temor”. Que resucite lo que está mortecino y vigorice lo que está lo que está decaído en nosotros: quizá la esperanza, o la capacidad de abnegación, o el impulso misionero. Así será de verdad nuestro Señor y su Pascua será nuestra pascua.