Una vida fecunda

Domingo V de Pascua, Ciclo B

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Quizá hasta las máximas bien asentadas de otro tiempo han perdido validez. Sea de ello lo que sea, nos puede servir recordar una. Decía esa sentencia que había que hacer tres cosas en la vida: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. La persona que las llevara a cabo se podía tener por una persona fecunda. Su vida no habría sido en vano. Llegada a la vejez podría mirar hacia atrás con satisfacción.

Un libro del AT, el libro de la Sabiduría contiene unas reflexiones que hacen al final de su vida otros hombres, los impíos: «Sí, nosotros nos salimos del camino de la verdad, no nos iluminaba la luz de la justicia, para nosotros no salía el sol; nos enredamos en los matorrales de la maldad y la perdición, recorrimos desiertos intransitables, sin reconocer el camino del Señor. De qué nos ha servido nuestro orgullo? ¿Qué hemos sacado presumiendo de ricos? Todo aquello pasó como una sombra, como un correo veloz; como nave que surca las undosas aguas, sin que quede rastro de su travesía ni estela de su quilla en las olas; o como pájaro que vuela por el aire sin dejar vestigio de su paso; con su aleteo azota el aire leve, lo rasga con un chillido agudo, se abre camino agitando las alas, y luego no queda señal de su ruta; o como flecha disparada al blanco: cicatriza al momento el aire hendido y no se sabe ya su trayectoria. Igual nosotros: nacimos y nos eclipsamos, no dejamos ni una señal del virtud, nos malgastamos en nuestra maldad» (Sab 5,6-13).

Podemos volvernos nihilistas y decir que la vida no tiene sentido, que es vanidad de vanidades, una historia contada por un idiota, llena de ruido y furor; en estos tiempos y lugares podemos sentir cierta fascinación por esa visión de las cosas. Podemos también adoptar un estilo trágico y afirmar: “necesario es vencer, más necesario combatir”: no tenemos garantías de nada, pero no nos está permitido capitular; si perdemos, venderemos cara nuestra derrota; en todo caso, hay que estar dispuestos a cargar con la dureza y el trabajo de cada día como si la victoria estuviera a nuestro alcance.

Jesús, el Señor, desde lo profundo de su vida, su Cruz y su Resurrección nos ofrece una perspectiva distinta de las del nihilismo y el heroísmo trágico. Él es para nosotros el maestro y modelo máximo de fecundidad. Su vida no fue la del nihilista. Fue esparciendo la semilla del Reino de Dios, como si dijera: “esto sí hay Dios que lo remedie”. Lo hizo con la palabra que dirigía al pueblo y a sus discípulos, con sus obras de curación, con su cercanía a los últimos, con la rehabilitación de personas marcadas por la culpa. Su muerte no es la del héroe trágico. Nos dirá: “si el grano de trigo no muere, no da fruto; pero si muere, da mucho fruto”. Y contemplando la historia de la santidad cristiana podemos asomarnos algo a la fecundidad del Señor. No sólo es el maestro y el modelo. Jesús es la fuente y garantía de nuestra fecundidad. Sólo en comunión con Cristo muerto y resucitado podemos librarnos de la esterilidad.

Vale la pena plantar un árbol: hacer habitable el espacio en que vivimos, no destrozar las marquesinas, contribuir al reciclado de los residuos, promover lo que llamamos la ecología, aunque sea de pequeño alcance. –Vale la pena tener un hijo. Dicen que en nuestra sociedad occidental hay un número significativo de parejas con miedo a tener hijos. Eso da a entender que algo que no marcha bien entre nosotros. Otras parejas, también en el llamado “primer mundo” adoptan como lema: “un ingreso, ningún hijo”, o “doble ingreso, ningún hijo”. Entristece ese egocentrismo estéril. –Y vale la pena escribir un libro, es decir, comunicar lo que uno ha aprendido en la vida. Un cura francés, el abbé Pierre, fundador de los traperos de Emaús y gran luchador a favor de los sin techo en Francia y otros países, recibió hace unos años la llamada de un hombre que no le encontraba ningún sentido a la vida y se veía tentado de suicidio. Quería ese hombre saber cuáles habían sido las razones de vivir que había tenido el abate. Mantuvieron prolongados diálogos durante dos días. Y esto movió al abbé Pierre a escribir un libro breve y a la vez denso en sabiduría y estímulos. Lo titula precisamente “Mis razones de vivir”. En él nos muestra de qué modo su comunión con Cristo, la vid, lo capacitó para emprender con enorme entereza todo su trabajo y el de sus colaboradores.

La vida trae pena, o sea, esfuerzo. Preguntémonos ante cada ocupación o proyecto si vale realmente la pena. Y si la vale, que la gracia del Señor acompañe nuestro afán. Tenemos un porqué; nos ayudará a soportar cualquier cómo.