Domingo VI de Pascua, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Si tenemos un secreto importante que queremos confiar a alguien, de seguro que no salimos a la calle y se lo contamos al primer desconocido con que topamos. Menos aún se nos ocurre revelárselo a un enemigo. ¿En qué cabeza cabe? A veces incluso podemos lamentar habérselo comunicado a alguien a quien teníamos por amigo, porque éste se ha ido de la lengua y no ha sido lo bastante reservado como para guardarlo sólo para sí. Y, si tenemos una encomienda especial que hacer, tampoco acudimos a ese extraño o a ese enemigo para que la cumplan. No sólo es trabajo perdido encarecer algo, y más aún algo decisivo, a quien siente indiferencia o incluso malquerencia por nosotros; es, sencillamente, insensato. ¿En qué cabeza cabe hacer algo así?

El evangelio de hoy es un pasaje del discurso de despedida de Jesús, la víspera de su pasión. Él ha traído al mundo una palabra que ha querido confiar primero a todo el pueblo de Dios, a todo Israel, porque éste era su destinatario original. Pero, después de los discursos que ha pronunciado en público, ahora Jesús se dirige sólo a sus discípulos. Les habla de corazón a corazón y les comunica lo que lleva más entrañado en su ser. Ellos son los únicos que pueden guardar esa palabra. Otros no la han entendido, o la han rechazado. Por eso en esta hora final se descubre únicamente a los que han permanecido a su lado y han querido ser sus seguidores. En estos momentos son sus confidentes. Sólo ellos pueden ser los depositarios de esa palabra que era la razón de la presencia de Jesús en el mundo. Lo confesará él mismo ante Pilato: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Palabra tan valiosa no se la debe llevar el viento, como un rumor más que se desvanece igual que el humo; palabra tan trascendental no puede ser echada en olvido, como un cacharro inútil del que aligeramos inmediatamente nuestra memoria.

No se la ha inventado Jesús. Él ha sido su primer depositario. La ha recibido de Dios mismo. Y la va a rubricar con su propia sangre. Lejos de ser algo banal, es la verdadera revelación, el mensaje que ilumina este vivir nuestro, que nos enseña a habitar el mundo. Nos declara que no estamos huérfanos en esta tierra y nos señala el camino de la vida. Pero sólo quien ama a Cristo sabe apreciar en su verdadero valor esta palabra. Sólo quien ama a Jesús se deja instruir por el Espíritu para comprender el mensaje de Jesús, grabarlo en sí, hacerlo sustancia propia, acogerse a su luz y su fuerza en cada encrucijada del camino.

Decíamos también que encarecer algo, y más aún algo decisivo, a quien siente indiferencia o incluso malquerencia por nosotros, no sólo es trabajo perdido, sino que es sencillamente insensato. Sólo los amigos de Jesús, los que están compenetrados con él y han recibido esas claves de comprensión sobre nosotros y nuestro camino, son las personas que pueden dedicarse con afecto, convicción y afán a realizar lo que él les manda y encarece. No pondera con su sola voz la importancia de sus mandamientos, que se centran en el amor. La ha ponderado con sus gestos, como el lavatorio de los pies. La va a ponderar con la entrega de su misma vida, porque ese es el mandamiento que ha recibido de su Padre.

Amar a Jesús implica acoger el mensaje que nos comunica y vivir el mandamiento que nos da. No podemos separar a Jesús de su mensaje. Forma unidad irrompible con él. Aceptar a Jesús significa aceptar su persona, aceptar su palabra, aceptar sus obras, aceptar su entrega en vida y muerte. Si la túnica de Jesús era de una sola pieza, así es la verdad de Jesús: de una sola pieza. El todo está en cada parte. Nos quedamos con todo, o nos quedamos sin nada. Esa es la única disyuntiva que tenemos ante nosotros. Así de clara, así de tajante.