Amigos fuertes de Cristo

Domingo VI de Pascua, Ciclo B

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

“Amigos fuertes de Dios”: ésa era la expresión de Teresa de Jesús que podemos recordar tras la lectura o proclamación del evangelio de hoy. “Amigos fuertes de Dios”, “amigos fuertes de Jesucristo, el Señor”. Él mismo nos revela las bases de esta amistad. Y él mismo nos muestra en qué consisten los frutos que hemos de producir los discípulos (y que el otro día conectábamos con la máxima de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro).

Estas palabras son un compendio de la vida teologal. Las podríamos tomar como nuestra hoja de ruta cristiana para el camino de cada día. Primero, Jesús es la Palabra, la Luz verdadera, el Revelador del Padre, la Verdad. Está lleno del don de la verdad (Jn 1,14). Todo lo que ha oído a su Padre nos lo ha dado a conocer. Ha compartido con nosotros el secreto más profundo de la vida, nos ha introducido en el mundo misterioso, magnifico y fascinante de la luz y la verdad. Y nos invita a seguir optando por Él, a permanecer en ese ámbito que Él ha desentornado. Compara al siervo con el amigo. El siervo está en la casa, pero sus relaciones con el amo están marcadas por la distancia; queda excluido del encuentro. Jesús nos da el título de amigos y nos hace entrar en una relación de verdadera unión y comunicación. Nos revela que el Padre nos ama hasta el punto de enviarnos a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él.

Además, Jesús nos llama a vivir en obediencia a su mandamiento: “amarnos unos a otros como él nos ha amado”. Un mandamiento tan imposible para el hombre viejo como necesario para el hombre nuevo. Si estamos injertados y entroncados en Él, la linfa que recorre el tronco llega también a nosotros. Él es el buen pastor, el que ama hasta el extremo, el que da la vida por los amigos. Si su luz se convierte en nuestra luz y si su amor nos va penetrando y se convierte en nuestra savia vital, su entrega promoverá en nosotros una actitud de entrega. Esta será dolorosa para ese hombre viejo, es decir, para esas zonas de nuestra personalidad que todavía no han acogido el don y las llamadas del evangelio y que han de pasar por caminos de conversión. Es la entrega que renace después de cada desencanto, la que se recupera de los cansancios, la que se mueve con sencillez y sin estruendo, la que perdona setenta veces siete, la que aguarda a los otros y calma la ansiedad y la impaciencia, la que tiene un afinado sentido de la justicia y atiende al clamor que con voz queda o poderosa resuena desde las personas y los grupos humanos que son objeto de rechazo, abuso, desprecio o humillación.

Finalmente, Jesús habla a nuestra esperanza. Porque confirma el mensaje que oíamos el domingo pasado: nos ha destinado para que demos fruto y para que nuestro fruto dure. ¡Que no sea fruto de un día, de esos que te das la vuelta y ya han caducado o desaparecido, fugaz como una mueca, un guiño, un truco de magia o un fuego de artificio! Como si tuviera un 99’99 por ciento de no ser y un 0’01 por ciento de ser, o muchísima más apariencia que pulpa y verdad. Pero el fruto del Espíritu no puede ser así. Recordemos las manifestaciones de este fruto que enumera san Pablo en la carta a los Gálatas (Gál 5,22-23). Reparemos en que la paz genuina no se puede confundir con una efímera tregua; que la paciencia no puede ser ese don divino que le pedimos a Dios que nos conceda… ahora mismo; que la bondad es más que un decorado que se pone para la función y luego se quita, y más estable que una sonrisa improvisada para salir del paso y parecer amables; que la benignidad es, de por sí, una disposición favorable de la persona, un hábito estable, que no se agota en un simple acto o gesto momentáneo; que la fidelidad es, por definición, victoria sobre el humor tornadizo, sobre el cansancio y el hastío, sobre el gusto de cambiar por cambiar; que la mansedumbre no es compañera del contragolpe, del acto reflejo, sino amiga de la serenidad, de la reflexión y del perdón. En fin, una manifestación singular del fruto del Espíritu es la alegría, una alegría colmada, que nadie puede arrebatar a los discípulos.