Si me amáis, guardaréis mis mandamientos

Domingo VI de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Nos hemos podido preguntar más de una vez: "¿Amo a Dios?", "¿Amo al Señor?". Hace siglos, un filósofo árabe comentaba que la mujer de Putifar estaba perdidamente enamorada de José, el hijo de Jacob que fue vendido a unos mercaderes egipcios. Aquella mujer, al comprobar que el esclavo israelita se mostraba indiferente y no correspondía a su pasión, se abrió las venas. Las gotas de sangre caían sobre el suelo, pero no formaban un charco: dibujaban extrañamente sobre el pavimento unos trazos: las letras del nombre de José. Tan dentro lo llevaba, tan en la sangre. Este escritor decía de algún místico que, si le hubieran abierto las venas, la sangre habría dibujado sobre el suelo otro nombre: el nombre sagrado de Dios.

De san Felipe Neri. cuentan que experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes eran las palpitaciones de su corazón que otros podían oírlas, especialmente cuando celebraba Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón. Una frase suya expresa ese sentimiento amoroso: "Oh Señor que eres tan adorable y me has mandado amarte, ¿por qué me diste tan solo un corazón, y éste tan pequeño?".

Ante relatos de este tipo, revestidos quizá de algún rasgo legendario, nos podemos sentir acomplejados. Uno puede decir: "¡Señor, estoy a años luz de lo que cuentan estas historias!". Y nos podemos preguntar: "¿se puede alcanzar un amor a Dios así de intenso? ¿No es más bien un regalo que, sin que nos lo podamos explicar, el Espíritu de Dios hace a algunos creyentes? ¿Será que yo no amo a Dios, que mi hogar teologal está apagado?".

En cierto modo, la lectura de hoy es un consuelo, aunque de ningún modo quiere ser una excusa. El Señor parece decirnos que se dan señales más humildes que las que hemos contado, pero particularmente valiosas. De hecho propone una decisiva: un buen signo de que se ama al Señor es el empeño por cumplir sus mandamientos. Quien pone cuidado en cumplir los mandamientos de Dios, quien se esmera en vivir según el mandamiento de Jesús, quien se pone en su presencia, especialmente en encrucijadas importantes, pero también en situaciones menores, y le pregunta: "¿Señor, qué quieres que haga?", y trata luego de secundar lo que interiormente ha podido discernir como voluntad de Dios, esa persona ama a Dios. Ese fue el camino esencial del mismo Jesús: en todo hizo lo que agradaba a su Padre. Nosotros somos los seguidores de Jesús; nos ha de animar la misma intención, aunque sabemos que siempre nos quedaremos demasiado rezagados.

Hay, con todo, un matiz que es bueno introducir: no se trata sin más de cumplir lo que se nos ha mandado. Porque lo podemos hacer con espíritu servil, con mentalidad de esclavos, más bien de mala gana y movidos por el miedo; o lo podemos hacer por sentido de disciplina, lo que tampoco sería un motivo suficiente; lo podemos hacer, en fin, porque habitualmente procuramos ser gente formal en nuestras cosas y queremos ser fieles a la palabra dada, también a la palabra dada a Dios. Sin duda, eso está mejor, pero habría que dar un paso más: intentar cumplir los mandamientos del Señor porque deseamos hacer lo que a Él le agrada.

El amor a Dios se manifiesta en esa unión de nuestra voluntad con la suya. Quizá la sensibilidad esté apagada, o sea demasiado tenue, y echemos de menos una vibración religiosa interior; quizá nos sintamos torpes y no sepamos movernos en un clima de oración afectiva. Aun cuando eso falte, no deberá estar ausente lo que más importancia tiene: la voluntad de complacer al que es nuestro Padre y al Redentor que amó tanto a los suyos que dio la vida por ellos. Ya irá educando el Espíritu nuestra sensibilidad, ya nos hará descubrir algún rasgo de Dios, alguna manifestación de Cristo, o de nuestra relación con él, que nos toque el corazón y lo vaya caldeando.