Domingo IV de Pascua, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

“Nadie las arrebatará de mi mano”, “nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre”. Estas palabras dan pie para que meditemos unos momentos sobre las manos de Jesús, el Buen Pastor.

Son las manos de aquel obrero que trabajaba en el taller de José. Hoy, fiesta del trabajo, es día apropiado para recordarlo. Son las manos que no rehuían el contacto con la piel un leproso para curarlo de su enfermedad. Porque Jesús pensaba que no es la impureza lo que se pega, sino la pureza. Por eso vivió una “pureza activa” y una “santidad inclusiva”: en lugar de evitar hasta el más mínimo roce con los que la Ley consideraba impuros y alejaba de la convivencia humana, él se les acerca y los toca. Él tiende la mano a la hija de Jairo, aquella chiquilla de doce años que, según decían, estaba muerte. Jesús desliza en la palma de la pequeña, como a hurtadillas, la mejor de las propinas: el pulso. Las de Jesús son las manos que tiende a Pedro que se hundía en el lago, no tanto por su peso, como por su falta de fe; las manos que bendicen a los niños, las manos en las que se multiplican los panes y los peces, las manos que, la víspera de la Pasión, toman el pan, lo parten y lo distribuyen a los discípulos; las mismas que antes les han lavado los pies. Son las manos traspasadas por los clavos de la cruz.

Ahora el Señor vive resucitado. Pero todavía podemos hablar de sus manos, las de nuestro guardián, de nuestro cuidador, del que nos sostiene para que no caigamos. Son manos fuertes y manos maternas. Su poder y su ternura están simbolizados en sus manos.

Nos dice la Escritura que el Padre “lo puso todo en sus manos”, en las del Señor viviente.  Las de Jesús son así manos abiertas para recibir. Vive en comunión con el Padre y, por tanto, es aquel en cuyas manos deposita el Padre su tesoro, los bienes que posee. Es la gran entrega. El Hijo no arrebata nada, no vindica nada como posesión personal. Se recibe a sí mismo plena y totalmente del Padre, y lo recibe todo del Padre: el conocimiento de la verdad, la vida, todas las cosas, los discípulos (Cf Jn 17; Heb 2,13: “aquí estoy yo con los míos, los que Dios me ha dado”).

La carta a los Hebreos destaca cómo él auxilia a los que pasan por la prueba del dolor, tras haber pasado él mismo por ella. Y nos lo presenta como “el que tiende la mano” a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Y esta carta nos invitará a la confianza. Porque no estamos dejados de la mano de Dios­. Al contrario, el Padre puede decirnos: “te dejo, os dejo, en buenas manos”, manos infinitamente buenas.

 manos del Buen Pastor. Eso significa creer en él, entregarnos a él, a su cuidado, con la certeza de que nada definitiva­mente malo nos puede suceder. Todo está bajo su control. Podemos decirle con el P. Carlos de Foucauld: “Me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias”. Y también: “me pongo en tus manos: mándame. Quiero cumplir la misión que me encomiendas”.

En síntesis: estamos en muy buenas manos, insuperablemente buenas. Y cuando encomendamos nuestro espíritu, no podremos estar en mejores manos. Le diremos: “entre tus manos, Señor Jesús, encomiendo mi espí­ritu”. Son las manos del libertador que no dejará que perezcamos para siempre. Nos entregamos a sus buenos cuidados. Su gracia y su poder son infinitos. Nuestra seguridad ha de ser plena. Entre tanto, para nuestro camino, podemos orar: “dame tu mano y ven conmigo”.