Una religión singular

Domingo IV de Pascua, Ciclo B

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Un indígena americano (creo que azteca) se había hecho cristiano. Un admirador de las grandezas de aquella civilización le preguntó, extrañado, por qué había dado ese paso, que él entendía como un repudio de una historia de la que el indígena tenía que sentirse orgulloso. Él respondió: “la religión de nuestros antepasados sacrificaba seres humanos a los dioses; la cristiana es la única religión en que Dios se sacrifica por nosotros. Por eso me hice cristiano”.

Este hombre sabía que era una de las ovejas de que habla Jesús en la parábola del buen pastor. Había captado muy bien el vuelco que significa la fe cristiana, en particular el vuelco que representa el misterio de la muerte de Cristo. Nuestra fe no inculca que debemos ofrecer sacrificios a Dios para aplacar su ira o para congraciarnos con él y vernos favorecidos por su benevolencia; nos revela más bien lo que Dios ha hecho por nosotros: “tanto amó Dios al mundo que le entregó su hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). El anuncio cristiano pone ante nuestros ojos ese misterio de entrega, de muerte y de vida, de pasión y de gloria.

Celebramos este misterio a lo largo de toda la cincuentena pascual. Reparemos bien en que la Iglesia no celebra la muerte de Jesús a secas, como si nos dejáramos hechizar por lo oscuro, por la destrucción, por la violencia; como si diéramos culto a la muerte; como si padeciéramos de necrofilia. No: en Cristo está la vida, la vida que es la luz de los hombres; él es la resurrección y la vida; es la vida que se manifestó y que vieron y palparon aquellos testigos primeros, encargados de anunciárnoslo. Cristo ha venido para que tengamos vida, y en abundancia. Si amamos la vida podemos estar empezando a amar a Cristo, y si lo amamos a El amaremos la vida. No –claro está– una vida cualquiera, ni la vida en general, sino esa vida que es conocimiento de Dios, comunión y amor dilatados, dádiva. Retocando levemente una afirmación de san Ireneo podemos decir: "la gloria de Cristo es la vida del hombre".

En la cincuentena pascual tampoco celebramos la resurrección de Jesús a secas, si es que eso se pudiera. Porque la resurrección nos remite a la muerte: sólo resucita quien ha pasado por ese trance. Y, nuevamente aquí, no festejamos la resurrección en general, la resurrección sin más, sino muy concretamente la resurrección de Jesús Crucificado. Recordábamos el pasado domingo el relato de san Lucas en que Jesús muestra las manos y los pies, es decir, muestra las llagas de su pasión. Es una forma magnífica de expresar que es Él mismo, no otro, no un doble suyo, no una especie de clon. Es Él en persona, que ahora, ya glorioso, arracima toda su historia entre nosotros desde el nacimiento hasta la muerte; es una forma de expresar que el Resucitado es el mismo que murió en la cruz, mejor, el que entregó su vida en la cruz.

Volvamos a la historia de aquel indígena, a su respuesta: “la religión de nuestros antepasados sacrificaba seres humanos a los dioses; la cristiana es la única religión en que Dios se sacrifica por nosotros. Por eso me hice cristiano”. Estas palabras nos ayudan a comprender nuestras celebraciones de la cena del Señor. Porque la eucaristía no es, así, sin más, a secas, un sacrificio que nosotros ofrecemos a Dios; es el memorial del sacrificio de Jesús, de aquella entrega definitiva. En la misa se hace actual aquella ofrenda de sí. No otra, no un doble suyo, no un pálido reflejo o un vago remedo; es la misma y única oblación que Jesús hizo de sí al Padre para vida nuestra lo que aquí se hace realmente presente. Nosotros presentamos esta oblación al Padre, y nos unimos a ella, para no quedar fuera de la Pascua del Señor, al margen del acontecimiento que se actualiza. Como las ovejas siguen al pastor, así nosotros nos unimos a él en su movimiento de oblación al Padre. Y así podemos refrendar con un amén entero, sin vacilación ni fisuras, las palabras que cierran la plegaria eucarística: “por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”.