Domingo III de Adviento, Ciclo B

Surgió un hombre enviado por Dios

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

1. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Hagamos memoria de lo que señalábamos el domingo pasado. Aproximadamente corría el año 28, o el 27, de la era cristiana. No en cualquier lugar, sino junto al Jordán, en la frontera de Israel, surge este hombre. Está intimando al pueblo a que vuelva a vivir, como en tiempos de Josué, una situación de frontera, a que regrese al desierto, a que se deje bautizar y sumergir en las aguas del Jordán e inicie un proceso de conversión. Quizá de esta suerte podrá salvarse. Son tiempos decisivos, no se puede desatender esta llamada. Hay que tomarla como si fuera una última oportunidad. A cada cual se le dice qué tiene que hacer para dar frutos de transformación de su vida.

Él sabe que no es la luz, aunque Jesús dirá de Juan que es como una lámpara que arde y brilla. Pero él no quiere suplantar al que, de incógnito, está ya en medio del pueblo y se manifestará en su momento. Reconoce que no hay comparación entre él y el que ha de venir.

2. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vamos a situarnos en el año 1963. Los Padres del Concilio Vaticano II evocan al papa que lo había convocado y que ya había fallecido: el Papa Juan XXIII, de nombre de pila Giuseppe Roncalli. Como el Papa Benedicto XVI, fue elegido con casi 80 años, edad para estar jubilado y más que jubilado. Apareció ante ellos y ante el mundo como "el Papa bueno", como un hombre lleno de sencillez y de profunda sabiduría. No era la luz, pero trasparentaba a Cristo. No le gustaban los profetas de calamidades, se fijaba sobre todo en las posibilidades que Dios nos concede y las llamadas que nos dirige. Olvidaba el viejo y duro principio que dicen que tenía otro papa, éste del siglo XIX: virga compescere (reprimir con la vara). Quería abrir las ventanas de la Iglesia. Mostraba una gran confianza en Dios.

3. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba N.N. Ahí, modestamente, podemos poner nuestro nombre, pues también sobre nosotros se ha pronunciado el nombre de Dios y pertenecemos al pueblo profético y sacerdotal de Dios. También nosotros podemos llevar como sobrenombre el de Juan, que significa "Dios es favorable", "favor de Dios". Es cierto que no somos dignos de desatar las correas de la sandalia del Señor, pero él nos ha concedido nada menos que ser hijos de Dios, testigos suyos, portadores de su buena noticia. En ocasiones quizá tengamos que invitar a alguien a que se ponga en situación de frontera, a que se sumerja en el Jordán, a que proceda a un cambio profundo en su vida; otras veces se nos concederá acaso ser testigos de la bondad de Dios. Pero también nosotros hemos recibido una misión posible y necesaria: dejar señales del favor de Dios, de que es un Dios vuelto como bondad, perdón y justicia a las personas. Esa es nuestra dignidad. Que Dios mismo, con su favor, nos conceda vivirla con gozo y entrega.

Pero, antes de ejercer la misión, también nosotros hemos de escuchar la llamada de Juan, también hemos de pasar por una conversión, o una nueva conversión, también hemos de regresar al desierto y dejarnos bautizar. Así acogeremos mejor a Cristo y podremos ser sus testigos.