Domingo III de Adviento, Ciclo A

Los caminos y estilos de Dios

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Juan pregunta. Sabemos que hay muchas clases de preguntas. Una de ellas sirve para expresar un barrunto, una sospecha, o quizá también una perplejidad. De ese tipo parece que era la pregunta del Bautista, tal como la presenta el evangelista san Mateo: "¿eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?". Estas preguntas no tienen nada de interrogaciones retóricas. Se formulan porque uno no se conforma con sus conjeturas o intuiciones, sino que quiere cerciorarse de las cosas, quiere salir de dudas, está en ascuas por saber algo a ciencia cierta. Y se plantean a quien pensamos que nos pueden dar la respuesta que esperamos. Es lo que hace Juan mandando la embajada.

Juan pregunta. Y Jesús contesta. Y lo hace de verdad. No esquiva la respuesta, pero la da a su manera, implicando a los oyentes, implicándonos a nosotros. A nuestra impaciencia quizá no le gustan los rodeos, sino la palabra directa e inmediata. En ese sentido, podemos exclamar: «¿qué le habría costado a Jesús decir: ‘Pues, sí, lo soy. Yo soy el que aguardabais. No esperéis que venga otro’?». Él, en cambio, adopta un camino pedagógico que es más largo, pero también mucho más apropiado. Quiere que los consultantes contemplen lo que hace, las distintas manifestaciones que se dan de la presencia del Reino de Dios entre la gente. Quiere que evoquen las palabras de Isaías, las promesas que en ellas se ofrecen, las esperanzas que despiertan. Quiere que se comparen la promesa profética y los hechos que acompañan a Jesús. Y quiere que cada cual tome su propia posición.

Por ese camino, no por un atajo cómodo, se va abriendo paso la verdad y va entrando en nosotros. Los atajos fácilmente son pan para hoy y hambre para mañana, soluciones demasiado rápidas y prácticamente vacías. La respuesta la debemos alumbrar nosotros mismos, gracias a todos los datos, señales y elementos de juicio que se nos dan. En estos tiempos de la comida rápida, de los servicios rápidos, de las comunicaciones rápidas, de la información en tiempo real, de los superordenadores que hacen millones de cálculos en décimas de segundo, sigue habiendo procesos que necesitan otro ritmo: el vino de crianza, la escucha humana, el encuentro verdadero, el aprendizaje de la sabiduría, la maduración de la verdad.

Y ese es el estilo de Dios. Hay gentes que dicen que creería con toda convicción en la existencia de Dios si un buen día actuara Él de la siguiente manera: «primero suena un trueno estremecedor que hace añicos la tierra. Los árboles dejan caer sus hojas, la tierra jadea, el cielo es una llamarada, las nubes se abren. En ese momento, aparece la figura inmensa y radiante de un Zeus que frunce el entrecejo y, señalándome, exclama para que todos oigan: ‘basta ya de sutilezas lógicas y juegos de palabras. De ahora en adelante, ten la completa seguridad de que yo, certísimamente, existo’. Si esto sucede en presencia de todo el mundo y todo el mundo ha oído esas palabras, yo saldría de toda duda y quedaría plenamente convencido de que Dios existe».

Pues ya pueden aguardar sentado. Eso, más que a una prueba de la existencia de Dios, suena a una alucinación universal. Porque no es ese el estilo de Dios, Él tiene otro modo de hacerse presente e interpelarnos. Incluso cuando ofrece señales particularmente intensas. Dios responde, lo mismo que Jesús responde. Y no necesita darnos signos nuevos, pues ha puesto sus signos delante de nosotros. Pero no nos exime de buscar, de hacer averiguaciones, de orar, de pedir. Las cosas valen lo que cuestan, y Dios no se quiere abaratar haciendo fuegos de artificio.

Vivir el adviento significa parecernos a Juan que pregunta, significa escrutar las señales que va dejando Dios de su presencia y su paso, significa no escandalizarse de que Jesús y Dios actúen así.