De la increencia a la oblatividad, María Benedicta Daiber

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

“Nadie fue ayer / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino /que yo voy. / Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol... /y un camino virgen / Dios” (León Felipe).
En cada historia narrada en esta sección venimos comprobando la verdad de los versos citados. Y lo verificaremos de nuevo en el relato de la conversión de María Benedicta Daiber (1904-1987). Cabalmente este año celebramos el centenario de su nacimiento, buena ocasión para acercarnos a la senda virgen en uno de cuyos recodos Dios se le hará el encontradizo a María Benedicta. Se suma otro motivo para elegir este relato: sin entrar en problemas de cuotas femeninas y masculinas, y menos aún pretender una absoluta paridad, queríamos hallar algún testimonio más de conversión con nombre de mujer; pues aquí lo tenemos. En fin, y para colmo, la acción se desarrolla en Chile; así nos trasladamos a un nuevo continente y completamos una lista de conversos demasiado europea hasta ahora.

¿Atea y orante?

María Benedicta es hija de médico alemán y de profesora graduada en Basilea (Suiza). Se habían establecido en Puerto Octay, una población chilena. Su padre fue masón durante once años y se declaraba ateo desde los treinta. La madre era protestante, pero no debía de diferir gran cosa del marido en cuanto a ideas religiosas. María había sido bautizada en 1905 por un primo luterano. Dice que era una atea consumada a los ocho o diez años. Puede resultar algo fuerte semejante juicio. Lo cierto es que su padre no se cansaba de repetir en presencia de la niña “no hay Dios”, y ella, que admiraba el talento paterno, aceptaba a pies juntillas la creencia del Dr. Deiber.
Nos recuerda, sin embargo, que cuando aún no tenía nueve años le preguntó una niña de su edad si era católica o protestante. Le contestó: “no lo sé, pero voy a preguntárselo a mi mamá”. Acudió a ella, y se produjo este diálogo: “Mamá, ¿Qué soy? ¿Católica, o protestante?”. Su madre le responde: “Dí que eres protestante”. “¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia?”. “Los católicos –señala la madre– ‘adoran’ a una tal María, Madre de Jesús”. Se le quedó grabada esta respuesta. Y añade: “Algunos días, quizá semanas, después –no recuerdo bien– desperté una mañana al toque de las campanas de la iglesia parroquial y me vino a la memoria María, Madre de Jesús, y que los católicos le rinden culto, y entonces sentí un impulso muy fuerte, casi irresistible, de invocarla. No conocía ninguna oración en su honor, pero me bastó saber su nombre. Me senté en la cama, junté las manos y por tres veces, con todo el fervor de mi alma y, con la intención de invocarla, repetí su nombre: María... María... María...”. Permanece largo rato como absorta, penetrada por la suavidad del nombre que había pronunciado.

Vacío, búsqueda, prejuicios y don


A la edad de doce años cae en sus manos una Biblia. Devora los Evangelios y por primera vez comprende el vacío que deja en ella la increencia. Se acurruca en un rincón de su cuarto y llora por no poder creer que ese Jesús tan bueno sea Hijo de Dios. Anhela la fe y trata de descubrir la verdad. Las tardes de verano, paseando por el corredor de la casa, contempla la puesta de sol y filosofa sobre la causa primera y el fin último de todo. Desde esa edad de los doce o trece años la atormentan unas preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a donde voy? ¿por qué existo?
Cumplidos los 17, residiendo ya en Santiago de Chile, adonde la habían enviado sus padres para cursar estudios, quiere conocer la religión católica con el fin de combatirla. Se produce en ella una amalgama explosiva: “el odio a la Iglesia y, sobre todo, al sacerdote, se mezclaba con mi amor a la Virgen”. El primero la alcanza a través de los sentimientos y la “catequesis” de su padre: “Los sacerdotes –le dice éste– son unos hipócritas que explotan al pueblo y no creen lo que enseñan”. En su deseo de atacar al catolicismo, quiere honradamente conocer todo, también las oraciones que rezan los fieles. Aprende el Padrenuestro, que no parece sugerirle nada, el Avemaría y otras oraciones en honor de la Madre de Jesús. Por las tardes acude a una iglesia cercana y se arrodilla ante una imagen de la Virgen. Le repite las oraciones que sabe, y agrega: “Yo no creo en Dios, pero creo que tú eres mi Madre”. Incluso asiste a la misa dominical y siente un bienestar indefinible.
Vence su resistencia a hablar con los sacerdotes y se deja instruir por uno sobre la existencia de Dios. Pero el paso de la convicción racional a la fe no es la conclusión de un silogismo, y el sacerdote le dice que debe pedir humildemente a Dios el don de la fe. Ella hará esta breve oración: “Dios mío, si acaso existes, dame la fe”. Recibe este don a raíz de una procesión eucarística, aunque tardará un año o año y medio en entrar a formar parte de la Iglesia. Entre tanto, se dedica a la oración intensa. Relata ella misma: “El mes antes de recibir el bautismo en la Iglesia Católica recuerdo perfectamente, con un recuerdo sumamente vivo, lo siguiente: experimentaba una extraordinaria presencia de María, como un caminar y obrar en todo momento con Ella, en su presencia, bajo su amparo, con su ayuda. No sé cómo describir este fenómeno, tanto menos cuanto nunca más se ha repetido, ni podría con esfuerzo reproducirlo ahora. Después siempre ha predominado en mi alma la experiencia del amor a Cristo y la Virgen ha quedado en segundo plano. Es como si Ella me hubiera llevado de la mano a la unión con Cristo”. Y no le cabe duda de que debe su conversión a María.

Doble vocación y ausencia de María

Tiene 18 años. Se abre ante ella un nuevo camino, que no quiere recorrer con la desgana de una vida mediocre. A los seis meses de la conversión, orando en presencia de Jesús sacramentado, cree percibir una llamada a ofrecerse como víctima. La embarga la certeza de haber descubierto su “vocación”. Trece meses después, mientras regresa en autobús de la universidad, se pone en oración y se siente iluminada: “entonces, repentinamente, sin haber pensado en ello, vi clarísimamente que lo que Dios quería de mí era el ofrecimiento de víctima por los sacerdotes. Esto lo vi con tal claridad que nunca más he podido dudar acerca de ello. Y vi, asimismo, con idéntica claridad, que este ofrecimiento debía sellarse con un voto”. Ya había hecho voto de castidad. Pero su director de espíritu se resiste a darle permiso para emitir el voto de ofrecerse como víctima.

Un sacerdote, que está al corriente de la posición de sus padres ante la fe, le sugiere que se ofrezca como víctima por ellos. Esto provoca en María Benedicta, que nunca había pensado en esa posibilidad, una fuerte desazón. Acude a la iglesia de Santo Domingo, se acerca al primer confesonario y expone su caso. El confesor le pregunta: “¿Qué es más importante para la Iglesia, el que haya muchos y santos sacerdotes, o que se conviertan dos almas?” Él mismo responde: “Evidentemente, lo primero. Siga ofreciendo todo en primera intención por los sacerdotes y Dios, que no se deja vencer en generosidad, le dará por añadidura la conversión de sus padres”. Dos años después, de forma extraordinaria se convierte su padre y, en pos de él, su madre se hace católica. Esto la confirma en su vocación. El año 1930, el director, eliminada ya toda reserva, le permitirá hacer voto de víctima, que al año siguiente profesa a perpetuidad.
Estudia la Suma Teológica de Santo Tomás y lee los Padres de la Iglesia. Medita a fondo la Biblia, que la ayuda a comprender la absoluta gratuidad de la gracia. En 1937 se da cuenta de que la entrada de muchas personas en las sectas o en comunidades de la Reforma depende de la interpretación que sus líderes y pastores hacen de la Escritura. Descubre así una vocación que asocia a la victimal: “la de dar a conocer la Palabra de Dios de una forma viva, vivida y que despierte vida”, en línea con la lectura que de ella hace la tradición católica.
Daiber no se ha ofrecido en vano como víctima, y conoce de forma habitual el sufrimiento interior. Especialmente a partir de 1941, se hace cada vez más frecuente e intenso el sentimiento de desamparo divino. Se ofreció a esta prueba en favor de un sacerdote que había dado un grave escándalo y que, todavía 14 años más tarde, moriría rechazando los sacramentos, lo que aumentó el martirio interior de María Benedicta. Experimenta también como un abandono de parte de la Virgen, que se acentúa en las fiestas marianas. Un 15 de agosto se le hace tan doloroso que suplica: “¡Señor, devuélveme mi Madre”. Así participa en la desolación de Jesús y la soledad de María a la vez que se intensifica más y más en ella el impulso de la caridad.