Cómo vivir la Eucaristía

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo B

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Podemos preguntarnos: ¿Cómo se explica que, participando en la Eucaristía, diariamente quizá, todavía siga siendo yo tan débil, tenga dificultad en perdonar de corazón, no haya alcanzado la fortaleza y madurez que cabía esperar del sacramento? Es la pregunta que años atrás formulaba un profesor de teología. Junto a ella, y quizá sin tener que hurgar demasiado en nuestra historia y en la indagación de las posibles causas, se propone implícitamente otra cuestión: ¿cómo vivir mejor nuestras Eucaristías?

La Eucaristía es un bien tan asequible y común que no la apreciamos en su misterio y valor. Nos cuesta demasiado poco trabajo acceder a ella. La tenemos demasiado a mano. Es una rutina más de nuestra vida y así es difícil que deje huella; es un don demasiado habitual, y eso atenúa nuestra capacidad de gratitud y admiración. Sucede con ella lo que Agustín decía a propósito de ciertos milagros cotidianos. La fuerza de la costumbre nos ha vuelto insensibles a su maravilla. Sus oyentes se asombraban de la conversión del agua en vino en Caná, y no se admiraban de idéntica transformación que se produce todos los años en los viñedos. Ahora se sabrá mucho más que en tiempos de Agustín, pero sigue siendo algo “incomprensible” que suceda puntualmente este milagro anual; en cambio se acude a ver cómo se ha licuado la sangre de San Jenaro. Necesitamos recuperar algo de asombro ante los milagros cotidianos. Podemos proponer cuatro consejos para vivir mejor la Eucaristía y propiciar que se cumpla en nosotros una transformación análoga a la que se ha producido en los dones eucarísticos.

El primero es vivir más conscientemente nuestra peregrinación al lugar de la celebración. No se trata de un simple desplazamiento, sino de un camino que hacemos atraídos y polarizados por el misterio que se va a celebrar y el encuentro que vamos a vivir. La peregrinación, por desgracia, no va a ser muy larga; a veces es cuestión de treinta metros. Razón de más para vivir cada paso como un camino que nos va haciendo por dentro, como el Camino de Santiago hace paulatinamente a los peregrinos. Cada cual marcha a ese centro de reunión desde su propia casa o desde otro punto en que se hallaba: desde los diferentes lugares nos concentramos como comunidad potencial y de deseos que está a punto de ir haciéndose cada vez más real a lo largo de la celebración en que compartimos tantas cosas.

Seguidamente, en la escucha de la Palabra hemos de permitir a una semilla de Palabra que caiga en terreno receptivo y dispuesto a dar fruto. Un día puede ser ésta: “dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”; otro día será: Anadie puede arrebataros de la mano de mi Padre”; en la celebración siguiente: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”; un nuevo día: “la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”; en otra ocasión: “No tienen vino”; en otra más: “el que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo”; en fin: “habrá más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que hagan penitencia”; y así sucesivamente. Esa semilla podría muy bien convertirse en un estribillo al que volvemos a lo largo del día: al comenzar el trabajo, en un momento de descanso, al comenzar la comida, al término de la jornada. Dejemos que vaya dejando en nosotros su luz y su fuerza vivificante.

En la Plegaria eucarística hemos de ir incorporándonos a la ofrenda del Señor, aprendiendo a ser ofrenda, entrega a Dios y los hermanos, pan para los demás. Lo que has recibido, comunícalo. Deberíamos traducir esto en algún gesto concreto cada día: no buscar para mí la mejor vianda o el mejor postre, puesto que se nos ha invitado a participar en un ágape y a vivir en el orden de la agápe; servir a la mesa, haciendo de diácono de la comunidad; realizar otros actos de servicio y entrega en que se es concretamente don para la vida de los demás. No consiste en tener un gesto y decir: “ya he cumplido”. Con los gestos se ha de ir creando un estilo y a la vez el estilo irá desgranándose en gestos: es la relación entre los actos y el hábito, la relación entre el espíritu y la letra.

El momento que culmina la celebración es la comunión. Cristo se nos entrega como alimento, como pan de vida. Nos une consigo y nos une entre nosotros. Nos incorpora más íntimamente a Sí y a su Iglesia. Somos verdaderamente cuerpo suyo. Desde ahí se nos permite y se nos insta a vivir la fraternidad cristiana, a amar a la comunidad concreta de que formamos parte, a contribuir a la unión entre todos, en lugar de ser factores de discordia, de separación. En nuestros gestos de acogida, de escucha, de participación en las alegrías y penas de los otros tenemos la oportunidad de crecer en comunión.

Para vivir mejor todo esto, iremos pasando de la superficialidad a la profundidad. Si seguimos siendo personas superficiales no podremos vivir un encuentro de cierta hondura con el Señor ni con los comensales de la mesa de la Palabra y el Pan partido. Y si no hay encuentros profundos, no parece que puedan producirse cambios de cierto calado en nosotros.