Domingo X del Tiempo Ordinario, Ciclo A

¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Los franceses tienen una expresión ("épater le bourgeois") que casa perfectamente con el relato de Mateo. Significa "escandalizar a la gente bien". Y la gente bien de aquel tiempo eran los fariseos y grupos afines, como los doctores de la Ley. Viene Jesús y parece que se divierte en adoptar poses de provocador y en alterar el buen orden y las sanas tradiciones. En lugar de guardar las distancias con la gente ilegal y pecadora, lo vemos casi compadreando con ella. Dada la trascendencia social y religiosa que tenían las comidas, la comunión de mesa con los "fuera de la Ley" era para propinarle una desaprobación inequívoca.

Lo grave es que del episodio, de la anécdota, podemos pasar a la categoría. Porque ayer curó en sábado, hoy defiende a sus discípulos que quebrantan el ayuno, mañana se contamina tocando muertos y leprosos; otro día lo vemos admitir a mujeres en su seguimiento, al siguiente rechazar el sistema patriarcal y promover un nuevo tipo de familia, la "familia del Reino", con reglas de juego que chocan con las normas en uso, o tener la inconcebible insolencia de perdonar los pecados...

No sorprende así tanto la extraña bienaventuranza: "Dichoso el que no se escandalice de mí" (Mt 11,6). No se trataba de "épater le bourgeois", y mucho menos a la gente sencilla, que sintoniza con él sin dificultad, se siente alcanzada por su palabra y su práctica y descubre que Jesús la comprende a fondo: "Yo te bendigo, Padre, porque ... has revelado etas cosas a la gente sencilla... Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré". Jesús escandaliza porque rompe convenciones sacralizadas pero propias de una religión muy cerrada en sí misma; escandaliza porque ataca ritualismos vacíos; escandaliza porque deshace viejas imágenes de Dios que han deformado su verdad; escandaliza porque despierta y azora conciencias demasiado instaladas en la satisfacción y la suficiencia.

Y es que, en verdad, todas necesitan ser sanadas, todos necesitamos ser sanados. Aun tocados por la santidad y el amor de Dios, hemos de reconocer que necesitamos de una purificación continua. En el libro del Apocalipsis, en las cartas a las siete Iglesias, abundan los elogios que hace el Señor a las comunidades y a sus responsables, pero no faltan los reproches, especialmente en dos cartas. Así, al ángel de la Iglesia de Sardes se le dice: "tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto" (Ap 3,1); y al de Filadelfia se le hace este reproche: "Dices: ‘soy rico; me he enriquecido; nada me falta’; y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo" (Ap 3,17).

Es que ha sido sanado puede escuchar la llamada de Jesús: "Sígueme"; puede ser como el ciego de Jericó, que después de recobrar la vista siguió a Jesús; puede sentirse rico, porque ha encontrado ese tesoro por el que vale la pena venderlo todo e ir en pos del Maestro; despojado de la culpa vieja, puede revestirse de ánimo y ligereza para caminar por las sendas del seguimiento, por las sendas de la vida.

El Señor se sienta a la mesa con nosotros, nos sienta a su mesa de su palabra y su pan. Que Él cure nuestras heridas. Por nuestra parte sólo hay una condición, la de decirle: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero entraste en la de Leví. Una sola palabra tuya bastará para sanarme. Una sola palabra tuya bastará tuya bastará para sanar a esta comunidad". Así nos volverá animosos en el seguimiento.