Domingo XX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

No he venido a traer paz, sino fuego y división

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

             

Jesús habla como un pirómano: “he venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”; se expresa como un beligerante: “no he venido a traer paz al mundo, sino división”. Son palabras que no resultan precisamente tranquilizadoras. Nos parecen muy distantes de otras escuchadas de sus mismos labios, como éstas: «venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, que yo seré vuestro descanso. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; encontraréis vuestro descanso, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera»; o estas otras: «dejad que los niños se acerquen a mí»; o también éstas: «la paz os dejo, mi paz os doy». Pero Jesús aparece ahora, no como espacio de acogida, sino como una presencia peligrosa. Sus frases son más bien inquietantes. Los símbolos a que hace referencia son el fuego y la espada: el fuego que devora y calcina, que siembra desolación a su paso; la espada que hiere y mata, que desgarra y separa.

Quizá nos resulte difícil concordar una y otra clase de palabras. Pero lo mejor es dejarlas intactas y procurar aprender de su mensaje, aunque nos resulte en buena medida enigmático. No debemos censurar el evangelio, tachando pasajes que nos desagradan; no podemos domesticarlo, ni reescribirlo ad usum delphini (es decir, quitándole los pasajes escandalosos o que nos desconciertan). A la palabra de Dios, a la palabra de Jesús, no está permitido quitarles el filo, reducirlas a hierro o acero que ni pincha ni corta, convertirlas en cuchillo de palo. Ni mucho menos podemos domesticar a Dios, hacerlo demasiado de casa, convertirlo en algo así como un abuelete. Hay que mantener, por tanto, estas palabras de Jesús sobre el fuego y la espada, como también las que hablan de llevar la cruz en pos de Él, o las que prometen que sus seguidores tendrán el ciento por uno en esta vida con persecuciones.

Ciertamente, Dios es luz, en Él no hay nada oscuro ni maligno. Pero la experiencia de Dios y la vida de fe no siempre serán una música que serena, da paz e infunde sosiego; también pueden sembrar inquietud. Dios es el Indisponible, el que no se somete a nuestros deseos. Ese es el testimonio que nos han dejado los creyentes que han tenido la experiencia más depurada de Dios: los profetas, los místicos, los santos, los mártires. El fuego acrisola y limpia de escorias; la espada saja y cura.

Quienes tienen vocación de profetas, de misioneros, de testigos del evangelio pueden pasar por trances como el profeta Jeremías, cuya suerte estaba a merced de un rey tan indeciso y manejable como Sedecías. Justamente estos días hemos recordado al diácono Lorenzo, que murió literalmente calcinado por el fuego; a Teresa Benedicta de la Cruz, la judía carmelita que acabó en una cámara de gas en Auschwitz el año 1942; a Maximiliano María Kolbe, que sustituyó a un condenado a morir de hambre y pereció el 14 de agosto de 1941; a los 51 mártires claretianos de Barbastro, fusilados en agosto de 1936. Son seguidores del que pasó por un angustioso bautismo.

En nuestra vida de oración hemos de estar dispuestos a experimentar abundancia y devoción, pero también esterilidad (Teresa de Jesús), como una tierra calcinada, y tendremos la impresión de que no somos escuchados y de que las plegarias caen en saco roto. En la vida de fe, estaremos prontos a conocer momentos de cercanía de Dios y momentos de desolación y abandono, sentándonos, como Teresa de Lisieux, a la mesa de los ateos; que la fe vive en el claroscuro y es una adhesión en la noche: no podemos reducir a Dios a un teorema geométrico. En la vida de servicio, podremos sentir el gozo; pero no faltarán las experiencias de falta de reconocimiento y hasta de rechazo. El fuego de Dios irá así purificándonos. Que no halle en nosotros “un corazón antiinflamable” (J.-Fr. Six).

 

Una historia ilustra sobre ese fuego purificador: Paseaba un santo por una avenida y topó con un ángel que llevaba una antorcha en una mano y un cubo de agua en la otra. Sorprendido, le preguntó: “¿Para qué son esa antorcha y ese cubo?”. Le respondió el ángel: “el cubo es para apagar las llamas del infierno, y la antorcha, para quemar los castillos del cielo. Entonces veremos quién ama de verdad a Dios”.