Domingo XX del Tiempo Ordinario, Ciclo B

El que me come, vivirá por mí

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Paso a paso, tramo a tramo, vamos recorriendo el capítulo sexto del evangelio de san Juan. Este domingo avanzamos un paso más: el paso más importante de la revelación que Jesús hace en este discurso del pan de vida. Y todavía queda un último tramo o, quizá mejor, lo que podríamos llamar la encrucijada de la decisión de los oyentes ante la palabra de Jesús. De momento, es Él quien tiene la palabra. Pero al final cada cual habrá de tomar posición ante ella.

Hoy, el Señor, además de volver a proponerse como el pan de vida bajado del cielo, insiste en estas palabras: *mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... El que me come vivirá por mí+. Así, el discurso del pan de vida se convierte hoy en una palabra sobre la Eucaristía. Ésta siempre será un misterio que nos desborda, más aún que tantas otras cosas que no acabamos de comprender. Nunca agotaremos la riqueza de este misterio. Pero es un misterio de luz y de vida. Y por eso podemos tratar de comprenderlo un poco, para amarlo más y acercarnos a él con mayor deseo de comunión.

Hace quizá unos 30 años, en una entrevista a una autoridad eclesiástica de la Iglesia Ortodoxa Rusa, se le preguntó si la Iglesia Ortodoxa no había cedido demasiado ante las pretensiones del régimen soviético sobre ella. Y aquel metropolita respondió: “ningún precio es demasiado alto con tal de poder celebrar una Eucaristía”. Esta anécdota nos enseña al menos la extraordinaria importancia que ha de tener la Eucaristía para nosotros; en otros lugares donde hay muchas masacres y donde a la Iglesia se le quiere amedrentar para que no denuncie esas situaciones, hay también algo que los misioneros y los cristianos tienen claro. Vienen a decir: “nunca dejaremos de celebrar la Eucaristía, donde se pone de manifiesto cuál es el tipo de comunidad humana que nosotros buscamos, una comunidad en la que todos se sienten hermanados, se vive la paz y está desterrada toda violencia. Ninguna amenaza conseguirá que suprimamos la celebración de la Eucaristía. Es un bien básico e irrenunciable, y estamos dispuestos a pagar cualquier precio (la vida, si fuera necesario) antes de renunciar a ella”. He ahí dos testimonios significativos de la importancia de esta celebración semanal.

La Eucaristía es la expresión del amor de Jesús, el signo vivo de su entrega por nosotros. En cada celebración se hace actual aquel acto de amor definitivo que fue la ofrenda de su vida en la cruz para reconciliarnos con el Padre. En ella cumple su deseo de dársenos, Él, el hombre sin barreras, el hombre que no quiso guardar su vida, el hombre de la comunión. En cada encuentro, el Señor vivo y Resucitado nos incorpora más a su persona y a su destino, nos hace cada vez más suyos. Así, cuando nos sentamos a la mesa del pan entramos en contacto con toda su historia, especialmente con el momento culminante y eternizado de esta historia: su entrega en la cruz y su resurrección gloriosa, que son para nosotros promesa de vida. Por eso, la Eucaristía no es un sacramento más: es la cumbre o cima de los sacramentos; ni se nos concede un don especial: entramos en comunión con la fuente de todo don, que es Jesús en persona, aunque sea bajo los velos del pan y del vino.

La Eucaristía es para todos; no es un privilegio de unos cuantos cristianos selectos, ni un premio para unos afortunados. Sólo se nos pide acercarnos con un corazón creyente y reconciliado con el Señor. Sí, Jesús quiere ser pan para la multitud. Y el pan no es un lujo. Así como necesitamos alimentarnos de su Palabra, también necesitamos alimentarnos de su Cuerpo y su Sangre si queremos tener vida en nosotros. Está lejos aquella época en que, por un malentendido temor sagrado, los cristianos no se atrevían a acercarse a la mesa del pan eucarístico. Aunque igual de mala es la participación rutinaria y sin un aliento de fe y de amor, sin la conciencia de que estamos aceptando el don de su muerte y resurrección.

Hemos de acercarnos también con un corazón reconciliado con los hermanos. Porque el efecto propio de la Eucaristía es el de hacernos cada vez más hermanos. Lo dice la canción: «si bebimos su cáliz, si comimos su pan, tú no eres un extraño para mí, yo no soy un extraño para ti». Y desde muy antiguo se ha llamado a la eucaristía el pan de la concordia y el sacramento de la unidad eclesial.