Domingo XXXI del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Amarás

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

               Hace unos tres meses, con ocasión del viaje a su tierra natal, el papa Benedicto XVI fue entrevistado por varios periodistas. Uno aludió a la preocupación del papa por presentar el mensaje cristiano y la vida cristiana como algo positivo. Respondió Benedicto XVI: «el cristianismo, el catolicismo, no es un cúmulo de prohibiciones, sino una opción positiva. Es muy importante que esto se aprecie nuevamente, ya que hoy esta conciencia ha desaparecido casi del todo. Se ha hablado mucho de lo que no está permitido, y ahora hay que decir: pero nosotros tenemos una idea positiva que proponer. […] Después, en segundo lugar, se puede ver por qué no queremos algunas cosas. Todo resulta más claro si antes hemos expuesto lo positivo».

            Podemos referir estas palabras del sucesor de Pedro a distintos aspectos. Uno es la visión cristiana de la realidad. No es cuestión de lanzar condenas a diestro y siniestro contra los –ismos que parecen pulular en nuestra cultura: relativismo, escepticismo, agnosticismo, nihilismo, materialismo, paganismo… y tantos ismos más. Lo primario es presentar el evangelio y el credo de la Iglesia como una forma de habitar el mundo, una mirada sobre las personas que las ve enraizadas en Dios, creadas a imagen y semejanza suya, coronadas de gloria y dignidad, invitadas y apremiadas a ponerse en camino hacia sí mismas poniéndose en camino hacia Dios (y a la inversa); lo primario es mostrar a Jesucristo como el rostro e icono de Dios, vuelto a nosotros, cercano a esta historia tejida de dolor y esperanza, de injusticia y de bondad, de tristezas y gozos, de cansancio y de nuevos impulsos. Lo primario es mostrar la Iglesia como tienda en la que el Espíritu de Dios mora y hace vivamente presentes la palabra del Señor y el amor redentor de Cristo, como espacio humano en que se nos otorga el perdón, se participa en los santos misterios, se realizan prácticas y gestos que tienen sabor a Reino de Dios.

            Lo mismo sucede con las normas morales. Tampoco aquí es cuestión ante todo de condenar el hedonismo, el individualismo, el egoísmo, la banalización de la vida, etc.; ni de prohibir esto, lo otro y lo de más allá. Además, acumular las prohibiciones y las normas. Los árboles, a los que se añaden además los arbustos y las pequeñas matas, no dejan ver el bosque; la abundancia de ramas no deja ver el tronco. Cuando la vida religiosa, o cualquier forma de vida, se vuelve demasiado complicada, cuando se crea toda una verdadera maraña de actos, surge una necesidad de simplificar y de jerarquizar. La pregunta del escriba responde a esa necesidad que siente una persona que se ve abrumada y como aplastada por todo un código de normas y que quiere conocer y vivir lo esencial.

            Además, los dos grandes mandamientos son el criterio que nos permite desenmascarar las “trampas honorables” bajo las que se puede escudar nuestro pecado. Recordemos, por lo que tiene de afín, este caso puesto por Jesús: hay gentes que declaran sus bienes consagrados al templo, con lo que se eximen de atender a sus padres necesitados.

            Amar a Dios: con todo el ser: sin encender una vela a Dios y otra al diablo, sin querer servirle a él y al dinero, sin rebajar drásticamente mi mística y mi ascesis, sin poner sordina a sus llamadas); sin condiciones (“si me va bien en la vida, te estaré reconocido; si me va mal, te volveré la espalda, me olvidaré de ti, no prestaré diaria atención a tu Palabra, me dejaré vencer por el desencanto teologal y me replegaré en la rumia de mis contratiempos y reveses”).

            Amar al prójimo: afirmarlo, llegarse hasta el otro, alcanzarlo en su situación concreta; de lo contrario, no hay acto verdadera­mente afirmativo del otro, el amor no se queda en un vago sentimiento general que luego se desvanece en las situaciones concretas. Como decía cierto personaje filántropo: “Yo amo a la humanidad; a quien no puedo soportar es a la gente”.

            Amarnos a nosotros mismos: aceptarnos a nosotros a fondo. Es difícil que amemos a los demás cuando no estamos reconciliados con nosotros mismos, cuando en el fondo nos detestamos. En ese caso, lo normal es que también seamos agresivos con los demás, hipercríticos, ácidos en nuestro trato con ellos. Si crecemos en autoaceptación, nos sentiremos más libres para amar a los demás.