Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

El día 1 celebrábamos la solemnidad de Todos los Santos y el día 2 la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Esta circunstancia es el telón de fondo temporal para las palabras finales del evangelio de hoy: "Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos". Tan Dios de vivos que, en las cartas de San Pablo, se lo revestirá de estos tres títulos: "el que resucitó a Nuestro Señor Jesucristo", "el que resucita a los muertos", "el Dios de la esperanza".

Sin embargo, en las encuestas que se han hecho entre personas que se declaran cristianas, hay un porcentaje significativo que declara que con la muerte acaba todo. Existe, además, una creencia que parece ir abriéndose paso: la de la reencarnación, como si nuestra vida fuera un libro que se reedita una vez agotado; en unas ocasiones, corregido y mejorado, en otras, estropeado.

Jesús, de una manera muy sobria, nos invita a asomarnos al misterio de Dios. Porque de eso es de lo que se trata a la postre: no de deseos nuestros ni de fantasías de la imaginación, sino de Dios y de su designio. Cuando decimos que con la muerte acaba todo, demostramos que no conocemos a Dios. Porque le retiramos lo que le es más propio, oscurecemos su gloria, no confesamos su divinidad. La gloria y la divinidad de Dios se manifiestan justamente en tres actos absolutamente divinos, divinamente divinos: la creación de las cosas, la justificación del pecador, la resurrección de los muertos.

Sólo Dios puede crear. Él es el principio de todo cuanto existe, y todo subsiste en él, que es la fuente de toda la fuerza y belleza de las cosas, el que da esplendor hasta a la brizna de hierba o al lirio del campo. No ha esparcido las galaxias por el universo ni nos ha sembrado a nosotros como a voleo en esta tierra dejándonos luego abandonados a nuestra suerte. Si Él retirara su mano o su soplo, nos desvaneceríamos en ese mismo instante. Pero Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Su pálpito está en lo más hondo de cada ser. Él cuida de sus criaturas.

Todo salió bueno de sus manos, y a nosotros nos predestinó a ser imagen de su Hijo. Nada puede haber más grande sobre la tierra ni en el cielo. Por un misterio que no nos sabemos explicar, sentimos que no sólo somos frágiles, sino que nuestros corazones están inclinados al mal. Un filósofo lo formulaba así: "Hay algo en la desgracia del mejor de nuestros amigos que no nos desagrada del todo". Y otro lo declaraba en estos términos: "El hombre se halla lleno de buena voluntad, y nadie le va a la zaga en ello. Allí, empero, donde tiende su mano para ayudar, allí causa un estropicio" (la guerra de Irak podría ser un buen ejemplo). Esto da a entender esa herida profunda que hemos sufrido y de la que no nos podemos curar por nosotros mismos. Pero Dios no ha permitido que se frustrara su designio. ¿De qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados? Es lo que ha hecho por medio de su Hijo Jesús. Sólo Él podía rescatarnos, sólo Dios podía justificar a los pecadores, sólo él podía arrancar de nosotros el corazón de piedra y darnos un corazón de carne. Esa es justamente su obra redentora. Porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Y nos ha dado la capacidad de amar, de compartir la desgracia del menor de nuestros amigos, de perdonar a los enemigos y orar por ellos. Nuestra única labor se reduce a consentir a esa obra, acoger el don del amor y vivirlo abnegadamente.

El único que puede crear y el único que puede santificar es el único que puede resucitar. A los que nos ha llamado al ser y nos ha dado el don de la justificación quiere conducirnos a la glorificación. No ha querido hacer un simple ensayo de creación, ni ha querido correr una aventura pasajera con nosotros. No somos resultado de un capricho, sino fruto de un amor eterno. ¿De qué nos serviría haber sido rescatados si no fuéramos resucitados? La primera creación se ordena a la nueva creación, a los nuevos cielos y la nueva tierra; y la justificación del pecador se ordena a esa vida de plena y consumada comunión con él y con todos sus santos que quiere darnos para siempre. Porque el Dios de Jesús no es un Dios de muertos, sino de vivos.