Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Historias de viudas

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

Hoy, al parecer, las historias van de viudas. Tanto la historia de Elías como la historia del evangelio. En la época del AT como en la época de Jesús, las viudas figuraban, junto con los huérfanos y los extranjeros, como las personas más desasistidas de la sociedad. El estado de viudez era un estado de desvali­miento. Por tanto podríamos decir que hoy se nos hace centrar la atención sobre los últimos de la sociedad, los que no figuran en las páginas de papel couché, los que no hacen “Historia”, los que ahora sólo aparecen en la prensa o en los otros medios de comunicación cuando se producen desgracias, como la de hace dos años en el barrio del Carmel de Barcelona.

 

Parece que ha sido una costumbre reducir la historia humana a lo que han hecho ciertos personajes importantes: los emperadores, los reyes, los presidentes de las repúblicas... O también los grandes generales, o los financieros y otros magnates. Sería saludable recordar los versos de un poeta y dramaturgo alemán, que decía: “Tebas, la de las siete puertas, ¿quién la construyó? / En los libros figuran los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? / (...) El joven Alejandro conquistó la India. / ¿Él solo? / César venció a los galos. / ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero? / Felipe II lloró al hundirse su flota. ¿No lloró nadie más?+. El título del poema es llamativo: 

 

Preguntas de un obrero lector.

 

La Biblia no es un libro de historia al uso. En ella se nos narran episodios como los que hoy hemos escuchado en primer y en último lugar. Las protagonistas son dos viudas. Esto puede contribuir a reconciliarnos algo con nuestra verdad. Ninguno de nosotros va a pasar a la historia que se escribe según los cánones normales de los historiadores. No somos personalida­des de nuestro mundo. Pero si somos de la misma madera de estas dos viudas, nuestra historia personal, la historia de una comunidad cualquiera, no pasa desapercibida a los ojos de Dios. 

 

Todo lo contrario. En el episodio del evangelio advertimos cómo es la mirada de Jesús. Es verdad que muchos ricos echaban, hablando en términos absolutos, mucho más que aquella pobre viuda; pero Jesús pone de relieve que echaban de lo que les sobraba. En cambio, la viuda echó todo lo que tenía. Cierto, para las arcas del templo y para una mirada común, aquél era un donativo desdeñable. No se habría echado de menos aunque la viuda se lo hubiera guardado en el bolso. Pero para la mirada de Jesús, que cala más hondo, el gesto de la mujer había sido admirable. Y se lo hizo notar a los discípulos. Así es como mide Dios, que ve en lo profundo y no se deja engañar por las apariencias. Ese Dios que lleva cuenta hasta del vaso de agua que se da a uno de los pequeños por ser discípulo de Jesús.  

 

Decía un pensador cristiano que hay grandezas de la carne, grandezas de la mente y grandezas de la caridad. La viuda de Sarepta que le prepara un bocadillo al profeta Elías y la viuda anónima del evangelio que se desprendió de todo lo que poseía tenían su grandeza: la grandeza de la caridad, esa grandeza de amar a quien todavía es más necesitado que uno, a pesar de que uno se encuentra en las últimas; esa grandeza del amor de quien es capaz de despojarse de todo y de confiar su vida al buen querer de Dios. Una grandeza así es vocación de todos. Al final de la vida se nos examinará del amor, no de los títulos nobiliarios, ni de las grandezas de la carne. A todos se nos medirá por ese rasero, aunque no hayamos salido nunca en las primeras páginas del papel couché, aunque no hayamos alcanzado ningún récord en grandezas humanas. 

 

Ninguna de nuestras vidas es insignificante ante Dios. Todas son valiosas, sumamente valiosas. Tenemos una vocación de amor generoso que Dios sabe medir como nadie.