Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Velad

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

No hagamos una lectura desenfocada de la parábola que acaba de proclamarse. Se comprende que no nos caigan simpáticas las jóvenes sensatas. En lugar de compartir el aceite de las alcuzas, mandaron muy cortésmente a sus compañeras a la tienda y ellas se incorporaron a la comitiva. Podían, sin embargo, haber recordado las palabras del salmo: "en las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta". Pero la parábola no se interesa por esa cuestión; se centra en la conducta de las necias. Sobre él debemos detener nuestra meditación.

Más de una vez habremos dicho: "hombre previsor vale por dos". Es importante saber anticipar, y anticipar bien. Sin duda, hay percances y fracasos que, aun con todas las cautelas, no conseguimos evitar. Pero también es verdad que por culpa de la irreflexión se malogran cosas que podrían habernos salido redondas. No podemos encomendar al albur de las circunstancias el logro o el fracaso cuando lo que se ventila es algo decisivo y cuando podemos tomar las precauciones necesarias. En esas ocasiones no tiene sentido correr riesgos innecesarios, tontos. Ya habrá otros momentos en que, si nos gusta, podemos dejar intervenir el espíritu de aventura; pero en asuntos esenciales, en cuestiones vitales, es de insensatos el ser aventureros. Una persona que quiere ganar unas oposiciones no se prepara sólo un puñado de temas, fiando todo lo demás a la buena suerte. ¡Demasiados golpes de buena suerte deberá tener para aprobar!

Pero las palabras que escuchan las necias cuando llaman a la puerta pueden darnos una clave más honda sobre su insensatez. La voz que sale de dentro les dice: "No os conozco". De golpe, tenemos la impresión de que en la conducta de esas jóvenes no nos hallamos ante un simple descuido, a fin de cuentas excusable. Podríamos decir que fue la última oportunidad que se les ofrecía de darse a conocer al novio; pero fueron necias hasta el final, un caso tan desesperado que falló hasta el último recurso, el último cable a que podían haberse aferrado. No hubo forma de redimirlas. Se habían ganado a pulso la exclusión del banquete.

Recordamos el comentario de un escritor, que decía: hay dos clases de personas. Una está formada por aquellas que, a la postre, le dicen a Dios: "hágase tu voluntad"; la otra clase está compuesta por aquellas a las que, a la postre, les dice Dios: "hágase tu voluntad". Y podemos traer a la memoria una anécdota narrada por un teólogo. En el coloquio que siguió a una conferencia en que había hablado de Dios y que no teníamos que representárnoslo como un poder que se venga y castiga, le dijo una señora: "Y, entonces, el infierno?". Y él le respondió: "Señora, el infierno para el que se lo trabaja". Bien se echa de ver en qué sentido lo decía el autor.

Oramos con un himno de la Liturgia de las Horas, que habla con estas palabras al Esposo de la Iglesia:

Este es el tiempo en que llegas,

Esposo, tan de repente,

que invitas a los que velan

y olvidas a los que duermen.

Salen cantando a tu encuentro

doncellas con ramos verdes

y lámparas que guardaron

copioso y claro el aceite.

¡Cómo golpean las necias

las puertas de tu banquete!

¡Y cómo lloran a oscuras

los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,

Esposo, por si vinieres,

y está el corazón velando,

mientras los ojos se duermen.

Danos un puesto a tu mesa,

Amor que a la noche vienes,

antes que la noche acabe

y que la puerta se cierre.