Domingo XXXIVdel Tiempo Ordinario, Ciclo C

La realeza del Crucificado

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Cerramos el año litúrgico con la celebración de esta solemnidad de Cristo Rey. Es una fiesta relativamente reciente, y ahora no nos interesan los motivos que indujeron al papa Pío XI para instaurarla. Lo que siempre interesará a una comunidad de creyentes es el significado que tiene esta celebración y cómo vivirla. En ella reconocemos la realeza de Jesús, o, con otras palabras, el Señorío de Cristo sobre la historia universal. Y una meditación sobre la palabra escuchada, en particular sobre el evangelio de san Lucas, nos ayudará a comprender y a vivir mejor este título de Jesús, el descendiente de David y el que hizo la paz por la sangre de su cruz.

En primer lugar, confesar que Jesús es rey implica una apreciación de su vida. Como dice el malhechor, en un destello de especial lucidez, "éste no ha faltado en nada". No hay ningún borrón en el libro de su vida. Aunque cuelgue del patíbulo como si hubiera sido un criminal. Pero a los ojos de Dios, el único que juzga con verdad, este ajusticiado es inocente de todo mal, el único inocente de la historia. Y por eso lo ha entronizado Dios al resucitarlo de entre los muertos. A nosotros no nos toca ya hacer de jueces de Jesús, porque Dios es la instancia suprema. Nos toca acoger este juicio de Dios y aprender a contemplar la historia de Jesús con unos ojos iluminados por la luz de Dios. Leamos esa historia en profundidad. Asomémonos, no simplemente a unos cuantos episodios, sino más bien al alma de Jesús que se trasparenta en cada palabra y en cada episodio suyo: descubramos sus afanes, aquello por lo que vivió y por lo que murió, la intención que animó todo su hacer y todo su padecer. Y entonces, una vez que hayamos ahondado en sus palabras, en sus acciones, en sus intenciones y en su pretensión, si brota de nosotros esa confesión espontánea, sin afán ya de convertirnos en ningún tribunal: "este no ha faltado en nada", podemos decir que estamos empezando a reconocer a Jesús como rey.

Hay un segundo paso. Y este se refiere a nuestra propia historia, al igual que lo hace el malhechor cuando dice: "lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos". Afrontar la propia historia con el propósito de reconocerla en su verdad, aunque tenga sus lados oscuros y azorantes; asumir con nobleza y sinceridad nuestro pasado, sin embellecerlo, pero también agradeciendo los dones recibidos y los frutos buenos que hemos podido producir. Si tenemos lucidez y sinceridad para reconocer lo que ha sido y es nuestra vida, también en ese caso estamos reconociendo a Jesús como rey.

Un tercer paso es la convicción de que Jesús vive para siempre en el hoy eterno de Dios. El malhechor le habla a Jesús de su reino; a Jesús, a un moribundo que aparentemente sólo tiene un ayer y que no va a llegar a la puesta del sol con vida, le dice el malhechor que ha de llegar a un reino sin ocaso. Ya lo hemos indicado: sobre el sepulcro de Jesús no creció la grama. Es el vencedor de la muerte, el rey inmortal, que vive por los siglos. Por eso, nosotros, al confesar a Jesús como rey, no estamos pensando en un lejano antepasado, sino en un riguroso contemporáneo nuestro que vive una vida imperecedera cerca de Dios. Y podemos así aclamar: "tu reino es vida". Porque es el viviente que irradia vida a todos los que se acercan a él y quieren ponerse bajo su señorío. Sus palabras son palabras de vida, sus mandamientos son mandamientos de vida, su cuerpo y su sangre son pan de vida y bebida de salvación. Lo mismo que cuando caminaba entre nosotros, cuando sanaba a los enfermos y resucitaba a la hija de Jairo, todo lo que él toca lo convierte en vida. Si nos acercamos a Él, nos acercamos a la vida, entramos en el reino de la vida.

Finalmente, la confesión de Jesús como rey implica la convicción de que hay una bondad eterna en la que podemos confiar y a la que podemos invocar con la convicción de que esa bondad cobra para nosotros un rostro concreto en Jesús. Cuando el viejo malhechor le dice: "Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino", Jesús le responde: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso". Tener a Jesús como rey significa estar habitados por una esperanza firme en su promesa, que es una promesa que no falla.