Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Obediente hasta la muerte

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Los seres humanos somos, quizá con demasiada frecuencia, incoherentes: decimos una cosa, y hacemos la contraria; nos comprometemos a algo, y luego no lo realizamos. Se cumple el refrán: "del dicho al hecho hay mucho trecho". Pero también podemos recapacitar y, cuando hemos dado una respuesta inesperada e indebida, queda el recurso de dar marcha atrás y llevar a cabo lo que en un primer momento nos habíamos negado a hacer. Es, sin duda, una forma de incoherencia mucho más aceptable que la primera.

Estas conductas nos invitan a reflexionar sobre la obediencia de Jesús. De él decimos y se ha dicho que fue un hombre libre: no se dejó doblegar por los intereses y las presiones de otras personas. No porque fuera un ácrata, o porque tuviera como divisa "ni Dios ni amo". Al contrario, la libertad de Jesús fue una libertad vinculada, y su caminar fue un dejarse conducir. Interpretó su vida en clave de misión, como cumplimiento de un encargo. No lo hizo con una mera actitud de disciplina; a la raíz había un amor a su Padre que lo movía a complacerlo en todo. Lo expresa así en el cuarto evangelio: «Yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,29). Tal era el matiz propio de una obediencia filial. El primer rasgo de la obediencia de Jesús es el deseo de complacer a su Padre.

Hubo momentos, podemos pensar, en que esa obediencia a su Padre fue gratificante para él; pero Jesús no buscó su propia complacencia (cf Heb 12,2-3): buscó siempre el Señorío de Dios, y la gratificación le vino por añadidura, como de propina. En otros momentos, esa obediencia se le hizo cuesta arriba, le resultó difícil de digerir. En la agonía que experimentó en Getsemaní dijo: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú". En esos instantes la obediencia fue particularmente penosa, costosa, sufrida. Lo dice expresamente la carta a los Hebreos: «y aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Heb 5,7). Pero una obediencia que se cumple, a veces, contrariándose uno a sí mismo, no es por necesidad una obediencia ejercitada de mala gana, a regañadientes, en medio de protestas interiores. Cuesta asumir determinados hechos, cuesta asumir la muerte, pero el Señor nos muestra cuán a fondo aceptó su suerte, porque entraba misteriosamente en el designio de Dios.

Esto nos descubre otra dimensión de la obediencia de Jesús: él no vive su suerte o destino como resultado de una fatalidad cósmica o histórica (así parecían hacerlo los estoicos); todo cuanto le sucede, las mismas pasividades que tiene que soportar, entran de una u otra forma en el designio de Aquel al que estaba unida su libertad y entregada su voluntad. Y lo cierto es que Dios no ahorra, ni siquiera a su propio Hijo, los trabajos, las penalidades, los sufrimientos por que la situación le haga pasar; Dios no sustrae a sus fieles a los azares y percances de la vida, a la oposición de personas y grupos, a la red de adversidades que les puedan sobrevenir. A través de la entrega plena de su Hijo, una entrega tan hondamente sufrida, se realizará la intención salvadora de Dios. Jesús llevaba muy dentro de sí el «es preciso», el «así tiene que ser» (cf Lc 9,22; 24,26). No esperemos tampoco nosotros un camino siempre llano. Hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios. Por medio de nuestra entrega, el mismo Dios nos irá acercando a Sí.

La obediencia de Jesús fue cabal: la voluntad de Jesús rimó siempre en consonante con la voluntad de su Padre. Lo hemos recordado con las palabras del propio Jesús: "Yo hago siempre lo que le agrada"; y podemos evocar también las palabras del Padre en el bautismo de Jesús: "Éste es mi Hijo amado. En él tengo mis complacencias".

La obediencia de Jesús fue, por último, constante, continua, perseverante hasta el extremo: "Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz", nos ha recordado el himno de la carta a los Filipenses (cf Flp 2,8). Día a día, trató de "cumplir toda justicia", es decir, trató de hacer lo que Dios quería. En ningún momento rompió la unidad con su Padre, ni se rebeló contra su querer. Por eso, entre otras cosas, reconocemos en Él al Ungido de Dios; por eso lo confesamos como el Mesías, el Cristo de Dios, el Hijo de Dios.

A nosotros se nos ha dado la condición de hijos de Dios para que nuestra obediencia se vaya pareciendo a la de Jesús: filial, costosa, nunca trágica, siempre cabal, y perseverante hasta la muerte.