Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

La fe, su lenguaje, sus poderes

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

La fe, ¿qué es? ¿Para qué sirve? Creer es llamar a las cosas por su nombre y por su sobrenombre. Un salmo comienza abruptamente con estas palabras: «Tenía fe aun cuando dije: “¡Qué desgraciado soy!”». Así hay que empezar llamando a las cosas: al pan, pan; y al vino, vino. A la desgracia, desgracia, desgracia; y a la cruz, cruz. Manejaremos el diccionario que maneja todo el mundo. Luego, en un segundo momento, podemos sobreponernos y podemos empezar a llamar a las cosas con su sobrenombre. Así, a la cruz la podemos llamar “trono”. Y a la muerte, vida. Y alguna otra paradoja que la experiencia creyente nos invite a crear. Entonces manejaremos ese suplemento para creyentes que debe llevar nuestro diccionario. Se da la circunstancia de que mañana es la fiesta de san Francisco de Asís. Un rasgo típico de san Francisco eran los epítetos que ponía a las cosas: hablaba de “dama pobreza”, o de “la hermana muerte”. La muerte es “el último enemigo”.
Sin duda, por el mero hecho de poner un sobrenombre parece que no hemos conseguido nada. Por llamar “comadreja” o “donosilla” a cierto mamífero no hemos logrado que deje de ser carnicero; por designar con la expresión “recursos sólidos urbanos” a la basura, no la hemos transformado en un objeto codiciable; podemos emplear la expresión “insuficiencia alimentaria mundial” para aludir al enorme problema del hambre, pero el problema continúa sin resolver.
Lo que Jesús nos dice hoy sobre la fe es algo muy distinto de un mero cambio de nombre que deja intactas las cosas. Con el lenguaje típico de un oriental, presenta la fe como un poder. Lo mismo que un poco de levadura hace fermentar una gran masa de harina, un poco de fe es capaz de trasladar montañas. Lo decimos con otras palabras: la fe desplaza esa línea o frontera que separa lo posible de lo imposible. Cuanto mayor es la fe, más desplaza esa frontera. Ayer precisamente leía estas palabras de un italiano, Andrea Riccardi. Siendo muy joven, fundó con otros compañeros, el año 1968, la Comunidad de Sant’Egidio, difundida hoy por cerca de 60 países del mundo. En los años ochenta del siglo pasado esta comunidad tomó parte en proyectos de cooperación de Mozambique. Y declara: “Nos dimos cuenta rápidamente de que no servía de nada: había una pobreza más grande, que impedía cualquier desarrollo, que destruía vidas humanas y recursos, que bloqueaba cualquier esperanza y sembraba el terror. Era la guerra, que es la madre de todas las pobrezas [una guerra que había provocado un millón de muertos]. Había que trabajar por la paz. Pero eso era algo que parecía imposible. Trabajamos con el objetivo de acercar al Gobierno y a la guerrilla, de hacer evolucionar la mentalidad del guerrillero, que sólo concebía la contraposición armada, para así crear bases estables de un futuro sin guerra. Finalmente, se firmó la paz en Sant’Egidio el 4 de octubre de 1992. Y se puede decir que desde entonces en Mozambique no se muere por la guerra” (Dios no tiene miedo, p. 34. Las cursivas de la cita son nuestras). Como ésta, cabría contar tantas otras historias en que se palpa cómo la fe desplaza efectivamente esas fronteras que tantas veces fijamos entre lo posible y lo imposible.

Sí, la fe es la levadura de la vida. Hace crecer los mejores poderes que hay en nosotros: nuestro poder de dar y de amar; nuestra capacidad de perdonar; el poder de rehacernos de los golpes que recibimos; el poder de cambiar el signo menos en signo más y el signo de dividir en signo de multiplicar; el poder de afrontar la misma muerte y perderle un poco, no el respeto, pero sí algo de ese miedo que paraliza el mismo vivir. Es verdad, a la muerte la tenemos que llamar enemigo. Por eso luchamos contra ella y tratamos de dilatar nuestras expectativas de vida, de hacer retroceder los dominios de la muerte. Sabemos, no obstante, que todos que acabaremos pasando a sus dominios; mejor dicho: la llevamos dentro de nosotros, tenemos los días contados. Pero a esta enemiga la podemos llamar hermana, y con verdad, porque nos lleva a la casa del Padre; porque es un límite, el límite último, la última frontera; pero también es un umbral, según la palabra de la fe.