Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Los ritmos de Dios en su obrar

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

"Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad": es la súplica con que comienza un salmo (Sal 43). Hacer justicia es una función propia de Dios, y Él muestra que reina de verdad cuando no permanece indiferente a lo que les pasa a sus elegidos, ni sordo a la súplica que le dirigen. Otro salmo arranca con estas palabras: "Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, date prisa en socorrerme" (Sal 70); en esta petición le rogamos que no nos dé largas, que no se haga esperar su acción salvadora en nuestra vida. En fin, en un tercer salmo dirán los orantes: "vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos" (Sal 90). Es que los domina la sensación de que el tiempo pasa y Dios los tiene olvidados; pesa sobre ellos la dolorosa impresión de que se retrasa demasiado la esperada intervención del Salvador.

Hoy la enseñanza de Jesús se centra en la prontitud con que Dios atiende al clamor de sus elegidos. Y justo ahí puede estar nuestra pregunta: ¿es verdad que Dios se muestra tan solícito, es cierto que acude sin tardar? Sabemos, en nuestra debilidad e impaciencia, que todo tiempo de prueba y sufrimiento nos resulta largo; sabemos que los caminos que toca recorrer para madurar en la vida teologal se nos hacen interminables, y querríamos conocer atajos, plantarnos en la meta de un salto instantáneo; más en general, sabemos que somos enemigos de los tiempos de espera: nos parecen eternos, como noches de dolor e insomnio.

¿Qué sabemos nosotros de los ritmos de Dios? ¿Es verdad que tiene prisa en atender a sus elegidos? Tenemos cierto atisbo de respuesta en las palabras del evangelio de hoy y en la Pascua de Jesús. La promesa que Jesús formula al bandido crucificado a su lado suena así: "hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Ya antes ha dicho ante el sanedrín: "Desde ahora el Hijo del hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso" (Lc 22,69). Y resucita al tercer día, tiempo de la consolación y la liberación final, y parece que tiempo abreviado, como si Dios tuviera prisas en comenzar esa liberación definitiva.

Cierto, no conocemos al detalle los ritmos de Dios, ni sabremos medirlos muchas veces. Pero Jesús nos señala con toda claridad las dos normas que debemos seguir. La primera, básica, tener fe. Porque la fe es la calzada por la que Dios se acerca a nosotros. Esta fe se traduce en una confianza ilimitada en Dios: dejamos que las cosas corran de su cuenta; estando en sus manos están en buenas manos. Nos basta con saber que Él tiene sus tiempos.

A veces incluso puede mostrar los ritmos de estos tiempos. Hay, en efecto, relatos que narran las prisas que se da Dios. En la vida de san Pío de Pietrelcina se cuenta este episodio: Una joven, de nombre Barbara Ward, allá por los años cincuenta del siglo pasado, visita al P. Pío y le dice: "Padre, he oído hablar muy bien de Vd. en Londres, y he venido a pedirle una gracia". "Sí, hija, sí, las gracias nos las concede el Señor". "Padre, yo soy católica. Mi novio es protestante, y yo quisiera que se convirtiera al catolicismo". "Muy bien, si el Señor quiere, se convertirá". "Pero, Padre..., ¿cuándo ocurrirá esto?". "Si Dios quiere, ¡ahora mismo!". Y se cortó el diálogo. El padre Pío, sin más, se alejó. La joven se sintió defraudada; aquellas respuestas genéricas y elementales no la satisfacían. Llega a Londres y se entera de que su novio se ha convertido al catolicismo. ¿Cuándo ocurrió eso? Aproximadamente, a la misma hora en que ella presentaba su deseo al P. Pío.

Es bueno preguntarnos si no seremos nosotros los que frenamos los pasos de Dios y lo dejamos en paro por los estorbos que le ponemos; quizá, si removemos esas trabas, Dios madrugará a su labor en nuestra tierra. Escribía Teresa de Jesús: "Comenzando a quitar ocasiones [de pecar] y a darme más a la oración, comenzó el Señor a hacerme mercedes, como quien deseaba –a lo que pareció– que yo las quisiera recibir" (Vida, 23,2).

No somos dueños de los tiempos de Dios; ni siquiera los conocemos por menudo. Jesús nos apremia a confiar en Él, a no darle largas nosotros. Y nos propone una segunda norma: orar siempre, orar sin desanimarnos, orar día y noche. Aunque parezca que la espera es más larga que un día sin pan, que una noche de insomnio. En resolución: nuestra conducta se condensa en estos dos gestos: confiar siempre, orar en todo momento.