Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Jesús le da vueltas en la mano a la moneda del impuesto, y de golpe, inesperadamente, nos habla de las dos caras de la vida.

Por de pronto, la moneda del tributo nos remite a nuestra historia de hombres. Nos habla del Estado y la política: la efigie representada es la cara del César, el emperador romano; nos habla del derecho tributario: de los deberes de los ciudadanos para con el Estado (propiamente, para con el bien común); nos habla de la economía y el comercio: empleamos las monedas para las operaciones comerciales; nos habla de la industria: la explotación minera, la fundición, la fábrica de moneda y timbre; nos habla de la técnica: el arte de trabajar el metal; en fin, nos habla de las relaciones entre estados: el estado invasor y el estado sujeto a su dominio que intenta sacudirse de encima el yugo que lo oprime. La moneda nos habla así de la ciudad terrestre, con su cara y su cruz, con su industriosidad y su impotencia.

Pero Jesús nos remite a la otra cara de la vida. No dice para qué vale la moneda; habla de lo que valemos nosotros y de la forma de hacer valer nuestra vida. Nos enseña que en nosotros hay una efigie, una sola efigie, una sola cara: no la del César, sino la de Dios. Estamos hechos a su imagen y semejanza. De ahí la radicalidad de la llamada que dirige: «dadle a Dios lo que es de Dios». Puesto que nuestro ser entero es de Dios, la palabra de Jesús es absoluta: «daos vosotros mismos a Dios. Entregadle todo lo que sois y tenéis. Daos a Él con una donación sin reservas ni sin fisuras». Esa es nuestra verdad más grande: le pertenecemos a Dios, Él es el Señor de nuestra vida. De Él lo hemos recibido todo y ésa es nuestra dignidad más grande: ser hijos suyos, estar hechos a su imagen y semejanza.