Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Justos y pecadores

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¿Qué porcentaje de católicos va a misa todos los domingos y festivos? ¿Con qué frecuencia se confiesan? Estas y otras muchas preguntas se plantean los sociólogos que estudian la religión católica. Y las respuestas los llevan a distinguir entre católicos practicantes y no practicantes, o a señalar los diferentes grados de práctica. En tiempos de Jesús no había sociólogos. Pero la gente establecía también sus categorías religiosas. Una división era así de simple y así de fuerte: los dos grupos en que se reparten los israelitas son los justos y los pecadores. A primera vista, diríamos que sólo Dios, y no los hombres, ni los sociólogos, sabe quién es justo y quién pecador. Para los judíos, justo era el que cumplía los preceptos de la Ley; pecador, el que no los observaba, por ignorancia, por debilidad, por mala voluntad, por las causas que fueran.


Los que se consideraban a sí mismos justos, en especial los fariseos, adoptaban una actitud intransigente con los pecadores. Pensaban que éstos tenían la culpa de que le fuera mal al pueblo de Israel, de que las cosas estuvieran como estaban, de que Dios no hubiera establecido su señorío en el mundo, devolviendo al pueblo su esplendor de otros tiempos e incluso aumentando aquella grandeza. Por eso marginaban a los pecadores y eludían todo trato con ellos; es posible que tuvieran incluso fuerte resentimiento y odio contra esa categoría maldita de personas; más seguro es que profesaban un profundo desprecio hacia ella.


La actitud de Jesús era diametralmente opuesta. No es que elogiara a las personas que otros calificaban de pecadores, o que aplaudiera la conducta de quienes transgredían la Ley dada por Dios. Para él, luz y tinieblas, justicia e iniquidad, santidad y pecado, no eran en absoluto etiquetas vacías que se puedan aplicar indiferentemente a cualquier sentimiento, decisión y conducta. Pero, por de pronto, la línea divisoria que trazaba Jesús quizá no era la misma que la marcada por los fariseos. Y, sobre todo, él, lejos de distanciarse de los tenidos por pecadores, no rehuía su compañía, se les acercaba, se sentaba con ellos a la mesa (lo cual tenía un significado muy especial en la sociedad judía). Quería ganarlos para sí mismos, para el pueblo justo y para Dios; quería rehabilitarlos para una vida digna, para un reencuentro con su vocación y su verdad más profundas; quería recobrarlos para la verdadera dicha, para una vida nueva. Esto era parte esencial de la buena noticia de la que Dios lo había hecho heraldo.


Los que se consideraban justos desaprobaban la actitud y la conducta de Jesús. Por eso narra él la historia del pastor que se desvive por encontrar la oveja perdida y luego se la echa al hombro, o la parábola de la mujer que no para de buscar la preciosa moneda extraviada hasta que la recupera, o el relato del hijo perdido, el hijo resentido y el padre que celebra una gran fiesta. En estas parábolas se retrata Jesús a sí mismo y se defiende de la acusación de tratar con los pecadores. Y es que a él no le dejaba indiferente la suerte de las personas. Traía sabiduría para los desorientados, perdón y paz para los descaminados, dignidad para los que se habían degradado, un corazón nuevo para los que tenían un corazón de piedra. Esta actitud le salía muy de dentro, porque su alma era el reflejo de Dios, y así nos revelaba cuál es la actitud de Dios hacia sus hijos perdidos.


Y Jesús estaba dispuesto a correr riesgos por esta conducta suya y a pagar el más alto precio, como de hecho lo pagó. Pero bien valía pagar ese precio para ganar a las personas para sí mismas y para Dios. Ahí mostró de forma insuperable el amor que nos tiene y el amor y poder vivificante de Dios. Este amor de Dios manifestado en la historia y la Pascua de Jesús se hace presente y eficaz en cada Eucaristía que celebramos.