Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Sobre la rivalidad y la gratuidad

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Dos son las preguntas, dos. La primera reza: ¿qué tal invitado eres? Ten cuidado, no te coloques siempre en el proscenio cuando sólo eres un telonero. No te infles. Y no adoptes una actitud permanente de rival, competidor y prepotente. No te parezcas a los niños que se pelean por el mejor puesto, por el amor preferencial de su madre, por la mejor propina del padre, por la predilección del profesor. No te parezcas a los niños en ese tipo de lucha por la vida: los afectos, los mejores juguetes, el mejor postre. Hay ahí algo muy comprensible e incluso salvable; pero probablemente hay también exceso de inseguridad, una dosis elevada de ansiedad, demasiada dependencia. En el niño –lo hemos dicho– se comprende. Pero te tienes que decir: “ya está bien de ser niño apenas. Estoy muy a merced de los otros: de su aprobación o desaprobación, de su sonrisa o de su desdén, de su palabra o de su silencio”. Aprende a ser más autónomo. En ti está la fuente de tu valer; más radicalmente, en Dios mismo, que no hace acepción de personas y para quien eres alguien inconfundible.

Además, deja que sean los otros quienes te afirmen, los que saben qué lugar ocupas en su jerarquía de afectos y de estimas. No depende de mí señalar ese lugar. Son ellos quienes libremente me asignan un determinado puesto en sus vidas y en su mesa. Así son y así deben ser las cosas. No tiene sentido que yo vaya con exigencias e imposiciones. No es sensato por mi parte reivindicar tal o cual sitio, colocarme en la presidencia o ponerme en el último puesto. Agradezco la invitación, y por discreción, por delicadeza con el que me invitó, por respeto a los otros comensales, me voy a poner en un lugar en que no destaque. No me toca a mí decidir cuál es mi asiento, sino al anfitrión.

Estos avisos de Jesús parece que son una mera cuestión de delicadeza, o quizá de fina astucia. Y nos preguntamos: ¿es que Jesús se va a entretener en enseñarnos las buenas maneras? ¿Esa es la gran misión que tiene reservada el Redentor? Es verdad, quizá sea demasiado poco reducir las palabras del Señor a reglas sobre el saber estar. Pero no debiéramos desdeñar una lectura tan sencilla, tan a ras de manual de urbanidad. En la urbanidad se hacen ya presentes unos valores muy estimables que dignifican la vida diaria: el respeto, la corrección, la sensibilidad hacia los otros. Incluso se hace presente la sabiduría, aunque sólo sea una sabiduría menor. Continuamente estamos tomando decisiones: unas, de verdadera trascendencia; otras, corrientes, quizá casi baladíes, de puro detalle. Pero conviene que también éstas sean acertadas y que en ese momento hagamos lo que cuadra. Por medio de ellas podemos crecer en una sabiduría cotidiana que hace grato y bueno el vivir. Uno no piensa sólo en sí, se da cuenta de la situación, ama el buen orden y deja que decida aquel a quien corresponde. También en esta sabiduría menor anda Dios.

La segunda pregunta es esta: ¿qué tal anfitrión eres? Si sólo saludas a los que te saludan, ¿qué haces de extraordinario? Si sólo invitas a los que te invitan, ¿no hacen eso también los paganos y los publicanos? ¿Cuánta gratuidad hay en tu vida? Está bien corresponder, pero eso es lo propio de una “moral cerrada”. Parécete un poco más a tu Padre que está en los cielos: su sol brilla para todos y su lluvia no hace discriminación de personas. El amor no busca su interés. Es cierto, te duele cuando no recibes la respuesta que esperabas, cuando no se da esa reciprocidad que espontáneamente deseas. Pero procura que tu luz brille también para los desagradecidos, o los despistados, y que tu vaso de agua llegue a los que no podrán devolverte el favor.